miércoles, 24 de marzo de 2010

CONCLUSIÓN

De los capítulos precedentes se puede deducir la importancia del sentido figurado en los evangelios y la necesidad de tenerlo en cuenta para encontrar el mensaje que quieren transmitir los evangelistas.

De hecho, si los episodios evangélicos se leen solamente en su sentido primario y superficial, resultan ser una serie de anécdotas sobre la actividad de Jesús, que a menudo resultan increíbles. Piénsese, por ejemplo, en el episodio del endemoniado de Gerasa, donde una banda de espíritus pide permiso a Jesús para meterse en la piara de cerdos, y éstos se precipitan al mar. No es extraño que, a partir del siglo pasado, muchos estudiosos calificaran estos episodios de leyendas más o menos populares sobre la figura de Jesús, que cobra así un carácter irreal.

Pero aun suponiendo que uno defienda a capa y espada la estricta historicidad de los relatos evangélicos, al fin y al cabo tiene que preguntarse de qué le sirven estos relatos. Puede crear un halo sobrenatural en torno a la figura de Jesús, pero las anécdotas que lee poro le aprovechan para su conducta y no guían su actividad.

Sin embargo, se suele estar de acuerdo en que la obra de los evangelistas pretende dar a conocer la figura y la obra de Jesús con el fin de suscitar la adhesión a él e invitar a un seguimiento que se traduce en una actividad como la suya. Ahora bien: si los episodios de la vida de Jesús relatan solamente acciones prodigiosas, puede uno preguntarse qué seguimiento es posible y cómo puede el creyente continuar su actividad. Parece claro que un cristiano no puede ir por el mundo haciendo andar a paralíticos, abriendo los ojos a los ciegos o resucitando muertos. Ver en Jesús simplemente a un gran taumaturgo puede suscitar admiración por él, pero no lleva al compromiso que él espera de los suyos.

También hay que considerar que esa visión taumatúrgica de Jesús, nacida de un literalismo historicista, que lo hace inaccesible, lleva a sentimientos de distante adoración. Pero no es ése el tipo de relación que Jesús quiere de los suyos; los evangelistas mismos se encargan de enseñarnos que es la de "amigos" (Lc 12,4; Jn 15,15) y "hermanos" (Jn 20,17), no la de "siervos" o "inferiores". Él mismo afirma que el discípulo, al terminar su aprendizaje, estará a la altura de su maestro (Lc 6,40) y que él comunica a los suyos todo lo que ha oído al Padre (Jn 15,15).

Además, si uno se mantiene en la línea del historicismo, debe también preguntarse: ¿Por qué Jesús, si quería demostrar su bondad, no curó a muchos más leprosos o no resucitó a muchos más muertos? O también, ¿de qué sirvió que satisficiese el hambre de una multitud un día, si al día siguiente aquellos hombres no tendrían qué comer? Podría acusarse a Jesús de poca previsión o de crear esperanzas sin futuro.

Por otra parte, en el mismo terreno de la historicidad hay que afrontar otro problema: el de las contradicciones que se dan en el mismo relato según esté contado por uno u otro evangelista. Un ejemplo: en la travesía del mar de Galilea, que sigue al primer episodio de los panes, Marcos afirma que los discípulos, al subir Jesús a la barca, quedaron estupefactos, por no haber entendido el sentido de lo ocurrido (Mc 6,51s: "Su estupor era enorme, pues no habían entendido cuando lo de los panes; es más, su mente había quedado obcecada"). Mateo, en cambio, además de añadir la escena de Pedro que intenta andar sobre el agua, termina el relato con un homenaje a Jesús por parte de los discípulos (Mt 14,33: "Los de la barca se postraron ante él diciendo: "Realmente eres Hijo de Dios"). ¿Cuál de las dos versiones es la histórica? ¿Es que uno de los evangelistas falsea los hechos?

Algo parecido, pero a mayor escala, puede decirse de la diferencia entre los tres sinópticos y Juan en el punto de la relación de Jesús con el templo de Jerusalén. Los sinópticos ponen un solo viaje de Jesús a la capital y, por tanto, un contacto con el templo limitado al último período de su vida (Mc 11,1-11 par.). Juan pone varias visitas al templo, desde el principio de la vida pública (Jn 2,13-22). Son datos que, históricamente, no pueden concordarse.

Además de las contradicciones entre relatos paralelos, las incongruencias a que lleva la interpretación literal de los evangelios muestran que no puede ser ése su sentido. Recuérdese el caso de la hija de Jairo. A la puerta de la casa una multitud de gente está haciendo luto por la niña muerta; todo el pueblo se ha enterado de la noticia. Jesús resucita a la niña, pero recomienda a los padres que nadie se entere de ello. Históricamente, esta advertencia de Jesús no tiene sentido: ¿cómo podía ocultarse que la niña estaba viva?, ¿qué iban a decir los padres a los que estaban esperando para acompañarla al cementerio?

Ante hechos como éste no quedan más que dos opciones: o pensar que los evangelistas fueron descuidados y no reflexionaban suficientemente sobre lo que escribían, o bien que han puesto adrede estas dificultades para alertar al lector sobre el sentido más profundo que pretendían transmitir.

Por eso, como se ha ido señalando en las notas a pie de página, no faltan autores que en uno u otro episodio vean un sentido figurado o simbólico. Lo que no se ha practicado bastante hasta el presente es el enfoque sistemático de los evangelios sinópticos como obras teológicas, en las que la narración sirve para transmitir un mensaje y la historia está subordinada a la teología. Eso es lo que hemos querido hacer comprender en este volumen.

En realidad, al usar el sentido figurado o simbólico, los evangelistas pretenden precisamente rescatar de la anécdota la figura de Jesús. No importa tanto lo que hiciera un día determinado cuanto el legado que él deja a la humanidad. Si la curación del leproso significa la toma de posición de Jesús contra la marginación sancionada por el sistema religioso, se trasciende la anécdota para describir una actitud de Jesús que puede y debe ser compartida por todos sus seguidores. Si el endemoniado geraseno representa a los esclavos en rebelión contra un sistema de poder económico que pone al dinero por encima de la dignidad y libertad del hombre, podemos identificarnos con la propuesta de Jesús. Si el reparto de los panes significa que la solidaridad consigue poner remedio al hambre y crea la abundancia, es una lección que todos podemos y debemos aprender.

Por otra parte, toda teología ha de usar necesariamente un lenguaje figurado o simbólico, pues no se puede hablar de la realidad divina más que con símbolos. Además, una teología expresada en meros conceptos carece de garra: el concepto informa, pero no mueve. El símbolo, en cambio, no sólo transforma un mensaje, sino que lo hace apelando a la experiencia y sensibilidad del oyente. Es decir, el símbolo se dirige y alcanza a la persona entera, inteligencia y sentimiento. Su poder evocador, a menudo impregnado de belleza, que apela a las experiencias de la persona, hace que nunca se agote; es más, a medida que la experiencia personal se hace más profunda o más extensa, el símbolo la acompaña, pues se descubren en él nuevas facetas.

Mucho más expresivo es decir de Jesús que "anda sobre el mar" (Mc 6,48s) que no simplemente que es el hombre de condición divina.

O hablar de un "ciego de nacimiento" (Jn 9,1) que no explicar, cada vez, que se trata de un grupo de miserables que nunca han sabido lo que significa la condición humana.

O decir que las vestiduras de Jesús se pusieron "de un blanco deslumbrador", imposible de conseguir en la tierra (Mc 9,3), que afirmar que aparece en su condición divina.

O representar la vida futura como una fiesta (Mt 25,21) que perderse en elucubraciones sobre la naturaleza de esa vida.

O que la gente "alfombraba el camino con sus mantos" (Mc 1,8) que hablar de que se someten al poder que ellos esperan que ejercerá Jesús.

O decir que la mujer "quiebra el frasco de perfume" (Mc 14,3) en vez de que el seguidor está dispuesto a entregarse hasta el final.

O que del costado de Jesús salen sangre y agua (Jn 19,34) que no afirmar que en la cruz Jesús ha demostrado su amor y lo ha comunicado a los hombres.

O que es "el día octavo" (Jn 20,26) que hablar de la plenitud del tiempo mesiánico.

Además, el símbolo no puede ser adecuadamente traducido en concepto porque éste elimina el carácter "numinoso" del símbolo, es decir, el impacto que causa en el inconsciente.

Es evidente que palabras como "sangre", "agua", "fuego", "esposo/esposa", "luz", ciego", "jardín/huerto", o muchas acciones o situaciones, llegan mucho más hondo que un mero concepto o idea. Esta carga de poesía y emoción propia del símbolo permite que el que se pone en su sintonía pueda leer un relato evangélico una y otra vez sin experimentar fatiga. No es un artículo de periódico ni un ideario, que, una vez que ha comunicado su información, se descarta.

Sin embargo, el lector de este libro podría hacerse una pregunta: ¿Es posible que los evangelistas hayan hilado tan fino? Hay que responder de diversas maneras:

En primer lugar, el que hace esta pregunta parte de una idea preconcebida: que los evangelistas eran hombres ignorantes y, por tanto, incapaces de escribir una obra con tanta sutileza y finura.

Ahora bien: hay que empezar al revés. Si se quiere dar un juicio sobre la capacidad de autores como los evangelistas, el punto de partida ha de ser lo que se conoce, que es su obra, no lo que no se conoce, que es su persona. Las obras que escribieron las tenemos delante. Si al analizarlas como se hace con cualquier obra literaria aparece una estructura acabada, un uso apropiado de la metáfora y del símbolo, una referencia constante y atinada al Antiguo Testamento, hay que concluir que los autores eran capaces de hacerlo.

Por supuesto, los evangelios no son obra de un hombre solo (por eso nunca mencionan a su autor); nacen en una comunidad de creyentes que medita sobre lo que Jesús significa para ellos y hace con ellos, y a esa luz interpretan su historia pasada. Es claro que hay un hombre de genio que reúne y redacta esas aportaciones, las estructura y les da unidad; pero la obra refleja la experiencia de una comunidad que incluye individuos con diferentes sensibilidades, grados de cultura, etc.

Además, los evangelios no surgen en un desierto; al contrario, se escriben en un ambiente culto, tanto por lo que respecta al mundo judío como al mundo pagano, que se les transmitía a través de la lengua griega. Eran siglos de literatura refinada en hebreo y en griego. Nada tiene de extraño que, aunque los evangelistas se expresen en una lengua cercana a la popular de su tiempo, conozcan y utilicen las técnicas literarias. Por otra parte, también su auditorio estaba acostumbrado al estilo que ellos usan, más simbólico que conceptual.

Hemos visto que la expresión figurada o simbólica tenía sus raíces en la cultura heredada o ambiente y que los evangelistas adaptan o crean los símbolos que necesitan para expresar su mensaje. Pero además de esto se encuentra una coherencia perfecta entre los símbolos usados, no aparecen contradicciones ni inconsecuencias. Los evangelistas recuerdan perfectamente lo que han dicho y tienen presente lo que van a decir. En cualquier punto del evangelio pueden encontrarse alusiones a pasajes cercanos o distantes, que completan el sentido que o proponen matices; otras veces, la misma realidad o actitud se formula de diferentes maneras a lo largo de un evangelio. Todo esto prueba no sólo el cuidado, sino también la capacidad del hombre que lo escribió.

También la extraordinaria precisión de lenguaje de que hacen gala los evangelistas es el resultado de una experiencia espiritual profunda en ellos y en la comunidad que los rodeaba. Quien tiene una experiencia fuerte y clara sabe muy bien si lo que dice corresponde o no a lo que siente; no se equivoca. Se puede comparar en eso a un técnico competente en cualquier materia: un buen mecánico nunca confundirá una pieza con otra ni un buen químico un elemento o una reacción con otros. Su saber le impide el error, incluso sin pensarlo. Lo mismo pasa con los autores de los evangelios.

Por otra parte, la experiencia que ellos poseen no es un mero saber intelectual, sino una adhesión y compromiso que hunden sus raíces en lo profundo del espíritu y del sentimiento. Cuando un hombre está poseído de una experiencia vital de esa calidad, encuentra resonancias de ella en todo lo que lo rodea, y su lenguaje se carga de símbolos para expresar la riqueza de su experiencia. No es de extrañar, por tanto, la abundancia de figuras en la obra de los evangelistas; ellos y sus comunidades van encontrando en su ambiente ecos de lo que para ellos significan la persona y la actividad de Jesús, y así expresan su experiencia de él y retratan su figura.

Queda aún una cuestión: La fe cristiana rebosa la mera historia, pero no puede prescindir de ella. ¿Hasta qué punto son entonces históricos los evangelios?

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