domingo, 25 de enero de 2009

CARNE

CARNE.
Como “cuerpo”, también “carne” (gr. sarx) significa cosas muy distintas de lo que entendemos por ella en nuestra lengua. La palabra “carne” tiene para nosotros un sentido obvio de “masa muscular”, de comestible y, en sentido moral, una referencia a la sexualidad, que es ajena al sentido propio del término tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Por supuesto, en el AT, “carne” puede designar la carne del hombre (Gn 2,21; Ez 37,6.8) y la de los animales (Gn 41,2; Nm 1,33; Dt 14,8) o el cuerpo humano en su totalidad (1 Re 21,27). Sin embargo, en su significado principal, “la carne” no es solamente un componente del hombre, sino ante todo el hombre como tal (Sal 63,2; cf. 54,3).
De hecho, para el AT, el hombre, en su esencia, “es carne” (para los griegos, “tiene carne”); la “carne” significa el hombre en cuanto transitorio, vulnerable, sujeto a enfermedad, miedo, muerte (debilidad física) (Sal 78,39: “Recordando que eran de carne, un aliento fugaz que no torna”; Is 40,6: “Toda carne es hierba, y su belleza como flor campestre”). “Toda carne” designa a toda la humanidad en cuanto mortal, todos y cada uno (Job 34,15: “Expirarían todos los vivientes [toda carne], y el hombre tornaría en polvo”; cf. Is 66,23: “Cada luna y cada sábado vendrá todo mortal [toda carne] a postrarse ante mí”). En los escritos rabínicos, para designar al hombre en su transitoriedad, se le llama “carne y sangre” (primera vez en Eclo 14,18).
Veamos ahora que sucede en el NT. Como en el Antiguo, los autores del Nuevo utilizan “carne” en varios sentidos. Según el contexto, el gr. sarx puede denotar:
a) La carne de un cuerpo animal o humano (1 Cor 15, 39: “Todas las carnes no son lo mismo: una cosa es la carne del hombre, otra la del ganado, etc.”) o el organismo del hombre(Gál 4,13, lit.: “debilidad/enfermedad de la carne”, es decir, “enfermedad corporal”).
b) El ser humano, acentuando más o menos, según los contextos, su condición débil y caduca (Mc 10,8 par.: “Serán los dos un solo ser [una sola carne]”; 13,20: “No salvaría ningún mortal [toda carne]”; Jn 17,2: “Ya que le has dado esa capacidad para con todo hombre [toda carne]”; Hch 2,17: “Derramaré mi Espíritu sobre todo mortal [toda carne]”).
c) En oposición a “espíritu”, significa la condición humana débil (Mc 14,38 par.: “El espíritu es animoso, pero la carne [la condición del hombre] es débil”), y, en los escritos paulinos, la debilidad moral, los bajos instintos que inducen al hombre al pecado (Rom 8,6: “Los bajos instintos [la carne] tienden a la muerte; el Espíritu, en cambio, a la vida y a la paz”; Gál 5,17: “Los objetivos de los bajos instintos [de la carne] son opuestos al Espíritu”).
Este uso de sarx es muy frecuente en las cartas de Pablo. Citemos algunos ejemplos
donde la traducción por “carne” induce a confusión:
- Rom 6,19: “Hablo a modo humano, por la debilidad de vuestra carne”/”por lo débiles que sois”, “por lo flojos que estáis”;
- Rom 7,5: “Cuando estábamos en la carne”/ “cuando estábamos sujetos a los bajos instintos”;
- 1 Cor 1,26: “No muchos sabios según la carne”/”no muchos sabios en lo humano” (“intelectuales”).
- 2 Cor 1,17: “¿O los planes que hago los hago según la carne?”/”¿O hago mis planes con miras humanas?” (“carne” peyorativo, en relación con la ambición, “los bajos instintos”);
- Gál 5,13: “Que la libertad no dé pie a la carne”/”a los bajos instintos”; lo mismo en 5,16ss.
- Col 2,23: “Sirve para cebar el amor propio [la carne].”

d) La locución “carne y sangre” designa al hombre en su condición terrena, como el español “carne y hueso” (Mt 16,17: “Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso [una carne y sangre], sino mi Padre del cielo”; 1 Cor 15,50: “Quiero decir, hermanos, que esta carne y hueso [carne y sangre] no puede heredar el reino de Dios”).
Hay que considerar aparte el Evangelio de Juan, que integra en un marco teológico
particular el concepto de hombre en cuanto “carne”. Para Juan, “el hombre-carne”, es decir, el hombre débil y mortal, es la primera etapa del plan creador de Dios; “la carne” no es un principio malo, sino solamente un estadio inacabado.
En efecto, el designio de Dios sobre el hombre no se limita a dar existencia a una criatura débil y destinada a la muerte (“carne”), sino que se propone infundirle una vida capaz de superar lamuerte (Jn 3,16: “para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca”). De por sí, “la carne” es un principio vital que no puede superar su propia condición y que engendra su misma debilidad (Jn 3,6: “de la carne nace carne”).
Jesús es el proyecto de Dios hecho “carne” (Jn 1,14), es decir, realizado en un hombre cuya debilidad se mostró al sufrir la muerte.

domingo, 18 de enero de 2009

CUERPO

CUERPO.
Una de estas palabras aparentemente fáciles de traducir, pero, en realidad, traicioneras, es “cuerpo” (sóma). Para empezar, y aunque parezca sorprendente, puede decirse que, tanto en hebreo como en griego, el sentido primario de las palabras que se traducen por “cuerpo” es el de “persona humana”.
De hecho, el sentido de “cuerpo” como “persona” aparece en Grecia ya en el siglo V a.C. Fue más tarde cuando surgió la idea del cuerpo como distinto del alma, como lo mortal en cuanto distinto del alma inmortal, idea desarrollada por Platón. Los estoicos siguieron manteniendo la dicotomía del alma y cuerpo o de alma y carne. El desarrollo ulterior de estas ideas, junto con las del neoplatonismo en general, llevó a una devaluación del cuerpo por oposición del alma.
En cambio, si se examina el AT, no se encuentra un equivalente hebreo de la idea griega del cuerpo como contradistinto del alma. En la traducción griega de los LXX, la palabra sóma, como la hebrea basar, denotan al hombre, y esta última incluso a la humanidad; ambas pueden significar cadáver, pero su sentido básico es el de “individuo humano” o “persona”.
Según el AT, también los ángeles tienen “cuerpo” (Ez 1,11: “otro par de alas les cubría el cuerpo”; Dn 10,6: “su cuerpo era como crisólito, sus ojos como un relámpago”); “el cuerpo”, por tanto no sugiere la idea de una esfera terrena en contraste con una celeste. Y no existe en el AT ningún dualismo que oponga el alma o la mente al cuerpo como algo de más alto valor.
Con el tiempo, sin embargo, también en el AT fueron cambiando las ideas sobre el cuerpo, como aparece en los libros de los Macabeos y en el de la Sabiduría, que reflejan la concepción helenística dela distinción entre alma y cuerpo y la depreciación de éste (Sab 9,15: “porque el cuerpo mortal es lastre del alma”).
En la literatura judía intertestamentaria se constata, por una parte, el influjo helenístico (Test XII Patr.; 2 Esdras); pero, por otra, se conserva la concepción unitaria del AT (Qumrán), donde el cuerpo representa a la persona entera; por eso “el cuerpo/persona” es juzgado y es resucitado de la muerte. Las dos concepciones, la dualista y la unitaria, están vigentes en la época del NT.
El NT continúa las concepciones de épocas anteriores, pero aparece en él particularmente el significado de “cuerpo” propio del AT. Por eso “el cuerpo” (en griego, sóma) denota ordinariamente al hombre entero, a la persona. Puede decirse, de hecho, que en el NT el hombre no “tiene” cuerpo, “es” cuerpo. En efecto, “el cuerpo” denota al hombre como individuo designable e identificable, como sujeto y objeto de actividad y de comunicación. En breve: “el cuerpo” es el hombre en cuanto capaz de acción y de relación.
“El cuerpo” de Jesús es, por tanto, Jesús mismo. En Jesús reside la gloria de Dios (=el Espíritu); por eso “su cuerpo”, es decir, su persona, es el nuevo santuario que sustituye al antiguo (Jn 2,21: “él se refería al santuario de su cuerpo”). Jesús “levantará” ese santuario, el de “su cuerpo”, al que sus enemigos habrán dado muerte (Jn 2,19); es decir, después de su muerte seguirá manifestando su presencia y actividad. “Levantarse de la muerte” significa en el Evangelio de Juan entrar en el estado humano final, el de “cuerpo”, que, libre de la limitación de la “carne”, conserva su individualidad y permite la acción y la presencia. En la eucaristía, el pan/cuerpo denota la persona de Jesús.
No hay existencia humana sin “cuerpo”, ni aun después de la muerte (1 Cor 15,35-44), aunque el cuerpo futuro no será animal, es decir, no de carne y hueso (lit. “carne y sangre”, 1 Cor 15,50), sino espiritual (15,44.46). Con esto se significa que el hombre conservará su identidad después de la muerte y que será capaz de actuar y comunicar.
De los datos expuestos se deduce que la traducción constante de sóma por “cuerpo” da origen a frases que pueden ser mal interpretadas. Así, en Mt 6,22s, (lit.) “el ojo es la lámpara del cuerpo”, se trata evidentemente de la persona; es ésta, no el cuerpo, la que goza de la luz o está sumida en la oscuridad (Lc 11,34-36). En Mt 26,12: “Cuando ella derramaba el perfume sobre mi cuerpo (el de Jesús)”, se rendía homenaje a la persona; Mt 27,52: “Muchos cuerpos de santos que habían muerto, resucitaron”, se trata de personas muertas que vuelven a la vida.
A veces predomina el sentido físico, como en Mt 10.28.; “matan el cuerpo” en el sentido de “suprimen la vida física de la persona”.
El significado de “cuerpo” como “persona/individuo” es muy frecuente en los escritos paulinos. Así, en Rom 6,6: “el cuerpo del pecado” significa “el individuo pecador”; 6,12: “No reine más el pecado en vuestro cuerpo mortal”, es decir, “en vuestro ser mortal”; 7,24: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte”; 8,23: “El rescate de nuestro cuerpo”, “de nuestro ser”; 12,1: “Ofreced vuestros cuerpos como sacrificio vivo”, “ofreced vuestra existencia”.

sábado, 17 de enero de 2009

PADRE NUESTRO.


PADRE NUESTRO.
Conferencia de Juan Mateos, teólogo y traductor bíblico. Transcripción de la grabación preparada por Pedro Sánchez, O.P. Parroquia de Santo Tomás de Villanueva. Vallecas. Madrid.
PADRE NUESTRO DEL CIELO.
PROCLÁMESE ESE NOMBRE TUYO.
LLEGUE TU REINADO.
REALÍCESE EN LA TIERRA TU DESIGNIO DEL CIELO.
NUESTRO PAN DEL MAÑANA DÁNOSLO HOY.
Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS,
QUE TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES.
Y NO NOS DEJES CEDER EN LA TENTACIÓN,
SINO LÍBRANOS DEL MALO. AMÉN.
Vamos a explicar el “Padre nuestro”, la oración cristiana por excelencia, la petición cristiana por excelencia. Existen dos clases de oración: la oración de unión, la presencia de Dios en nosotros, que no tiene formulario. Nosotros podemos pedir lo que queramos o no decir nada, el caso es saber que el Señor está con nosotros.
El evangelio de Juan dice en el capítulo 14: el que me ama cumple mis mandamientos. Voy a aclarar esto un poco, porque el Señor nunca dice cuáles son sus mandamientos. Hay “un mandamiento”, lo mismo que hay “el pecado”. El pecado y el mandamiento son dos actitudes contrapuestas. El mandamiento es el amor como Jesús ha amado, o sea, hasta el final, el amor a todos como él ha amado, y el pecado es el desprecio de todos para vivir para el propio egoísmo.
Son dos actitudes. Del mandamiento nacen los mandamientos, que son las exigencias concretas del amor en contextos determinados, que nunca se precisan porque son infinitas. Y del pecado nacen los pecados, de la actitud egoísta nacen los pecados: las injusticias, las ofensas, el daño que se causa a otros. El Señor da el mandamiento, que es una actitud de amor universal, de amor hasta el final, y de ahí sale la exigencia concreta que nunca se especifica. “El que cumple mis mandamientos”, es decir, el que responde a las circunstancias con amor, “ese es el que me ama, y, al que me ama, mi Padre le demostrará su amor y yo también se lo demostraré y me manifestaré a él”. Y dice luego, poniendo la cosa al revés: “el que me ama”, es decir, el que está identificado conmigo, “ese cumple mis mandamientos”, ese responde al amor en cada circunstancia, “y el Padre y yo vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él”. Esta es la oración de unión.
Existe también la oración de petición, que es ocasional. Y para ésta el Señor nos enseña el Padre nuestro. En Mateo esta oración está colocada en una diatriba, por así decir, del Señor contra los fariseos. Primero ha hablado contra los letrados, los escribas, los doctos, oponiendo los antiguos mandamientos o antiguas prescripciones de la Ley, al nuevo Espíritu que él trae. Y luego se dirige a los fariseos, que eran los observantes. Los fariseos no eran gente docta, excepto los que eran letrados. Eran gente muy observante, tenían tres ejercicios de piedad que debían observar. Uno era la limosna, otro la oración y el tercero el ayuno. Esta era la espiritualidad farisea.
Entonces, el Señor, lo que hace es denunciar el objetivo oculto de la ostentación farisea de piedad. En realidad ellos quieren crearse fama de santos y para eso utilizan estas prácticas de piedad, porque la fama de santos les permite dominar al pueblo. Por eso dice Jesús: “cuando deis limosna, no hagáis como los hipócritas, que tocan la trompeta antes de dar limosna para que todo el mundo se dé cuenta”, para exhibirse ante la gente. Esto pretende la fama de santidad y esto, naturalmente, crea el dominio. La fama de santidad es peligrosísima, porque la gente se somete a esa persona santa, que se llama santa. Y eso no es así. No tenemos tampoco que dar ejemplo nunca, sino portarnos como somos, porque dar ejemplo supone que nos sentimos superiores. Hay mil sutilezas en el orgullo y en el deseo de dominio. “Hago esto para dar ejemplo”. Ya estás tú aquí de superior, de alma escogida. No, no.
Tenemos que portarnos haciendo visible el Espíritu que tenemos, sin más, como somos. Y, si eso transmite espíritu y vida, tanto mejor. Pero sin ningún aire de superioridad. Yo sé y tú no sabes, yo hago y tú no haces. Todo eso, fuera. Por eso el Señor llama hipócritas a los que dan limosna. Naturalmente él exagera cuando dice que tocan la trompeta para que todo el mundo se dé cuenta. “Vosotros, cuando deis limosna, que vuestra mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Vuestro Padre que ve en lo secreto os recompensará. Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que se ponen en las esquinas de las calles, con las manos levantada”, cuando ellos tenían las horas de oración y se ponían en medio de la calle, levantando las manos para que todo el mundo los viera, y así todos dijeran: qué piadoso, qué hombre tan observante, qué bueno, no tiene respeto humano. “No hagáis como los hipócritas que oran en medio de la calle para exhibirse ante la gente. Ya han recibido su recompensa, os lo aseguro. ¿Qué buscaban? ¿Fama? Ya la tienen. Pero ya no tienen más. “Cuando vosotros oréis, entrad dentro del último cuarto de vuestra casa, cerrad la puerta”, quiere decir, en el fondo del corazón. “Y allí pedid, que vuestro Padre, que ve en lo escondido, os recompensará”.
Después habla del ayuno. “No hagáis como los hipócritas, que cuando ayunan no se afeitan ni se lavan la cara, para que todo el mundo los vea” y digan: qué hombre más santo, que está ayunando hoy. No. “Vosotros, cuando ayunéis, echaos colonia y afeitaos, para que nadie lo note. Y vuestro Padre que está en lo escondido, os recompensará”. Veis qué oposición tan tremenda, qué denuncia tan tremenda de esa santidad exterior que quiere imponerse.
Y en medio, en el apartado de la oración, el Señor incluye el Padre nuestro. Dice: “cuando oréis, no seáis palabreros, como hacen los paganos, que piensan que cuanto más hablen más caso les van a hacer. Vuestro Padre ya sabe de lo que tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Cuando oréis “es decir, cuando queráis pedir al Padre, puesto que el verbo orar significa pedir, “decid así: Padre nuestro del cielo…”. Esta es la invocación. Después vienen las peticiones, que son tres y tres, es decir, seis.
Padre nuestro del cielo.
En griego, la traducción más sencilla es ésta. No la que decíamos: “que estás en los cielos”. Vemos, en primer lugar, que es una oración comunitaria. Padre nuestro, no Padre mío. Es comunitaria siempre. Aunque la digamos solos (evidentemente podemos decirla), sin embargo, siempre nos consideramos miembros de una comunidad. Nosotros no somos cristianos individualmente, somos cristianos personalmente, pero siempre esta persona que somos está integrada en un grupo, en una comunidad. Si no, no hay cristianismo. Por eso, aunque estemos solos, siempre es Padre nuestro. Nosotros somos personas libres, pero miembros de una comunidad que es la nueva humanidad, la comunidad de Jesús.
Fijaos que la palabra “Dios” no aparece en toda la oración, porque el nombre cristiano de Dios es: Padre. La relación con Dios es la de la criatura al Creador, la relación con el Padre es la del hijo con el Padre. Esta es la relación última, definitiva, la relación consoladora, la relación que nos llena de alegría, la que nos estimula a parecernos a nuestro Padre.
Padre es el que por amor comunica su propia vida. Al decir nosotros a Dios, Padre, significa que tenemos experiencia de que hemos recibido esa vida. Y como esa vida es el Espíritu, los que pronuncian el Padre nuestro son los que ya tienen el Espíritu de Dios, porque es el Espíritu el que nos hace hijos. Uno que no se sienta hijo, que no sea hijo, no puede decir Padre. Podrá decir Señor, podrá decir Dios, pero, para decir Padre, necesita la experiencia del amor que Dios nos tiene, y de que con ese amor nos ha comunicado su vida, su Espíritu.
Pero fijaos que en un evangelio, dicen los lingüistas, o en una obra cualquiera, el texto se acuerda. Es decir, cuando nosotros leemos el Padre nuestro en el capítulo 6 del evangelio, Mateo se acuerda de todo lo que ha dicho antes, en los cinco capítulos precedentes. Y entonces sabemos que la palabra “Hijo” se pronuncia en el bautismo de Jesús, cuando Jesús hace su compromiso hasta la muerte, cuando se abre el cielo, baja el Espíritu y suena la voz del Padre: tú eres mi Hijo. De manera que los que pronunciamos la palabra “Padre”, somos los que hemos hecho ese compromiso por amor a la humanidad, ese compromiso que nos ha puesto en sintonía con Dios, y entonces Dios ya no es para nosotros el Creador, sino que nos comunica su Espíritu y nos dice a cada uno de nosotros: tú eres mi hijo.
Pero además, si nos acordamos de las bienaventuranzas, allí había una, la séptima, que decía: dichosos los que trabajan por la paz, por la felicidad de los seres humanos, porque a ésos Dios los llamará hijos suyos, serán llamados hijos de Dios. Cuando en el Nuevo Testamento se dice “será llamado”, quiere decir que lo es y además que se reconoce. Ser llamados hijos de Dios, no quiere decir que sea como un apodo, sino que son hijos de Dios y además esa calidad es reconocida por otros. Aquí es Dios el que los llama hijos suyos. Por lo tanto el que dice Padre, que pertenece a esos que Dios llama hijos, es que él trabaja por la paz. Y, como el Padre nuestro se dice en plural, es decir, incluye a una comunidad, es la comunidad cristiana la que ha recibido el Espíritu, la que está en sintonía con Dios por ese compromiso de amor y la que está trabajando por el bien de los seres humanos. Y cada uno de sus miembros está en ese mismo compromiso, está en esa misma labor, cada uno a su manera, según sus cualidades, sus fuerzas, su preparación. Cada uno encontrará el terreno en el cual tiene que hacer avanzar ese reino de Dios.
Padre nuestro del cielo, naturalmente se opone al padre de la tierra. Jesús no tiene padre terreno. Lo ha dicho Mateo en el capítulo primero. Y luego en el capítulo 23 dice: vosotros no llaméis a nadie padre en la tierra. De modo que el discípulo tampoco tiene padre terreno, no lo reconoce. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la figura del padre es, en la tradición judía, el modelo del hijo. El hijo tiene que parecerse a su padre. Y además el padre es el transmisor de la tradición. Tremenda cosa, porque la tradición es la transmisión de todos los valores de una cultura, de los buenos y de los malos.
Si el Señor tenía que proponer el mensaje de Dios en toda su pureza, en toda su transparencia, él no podía tener por modelo a un hombre, ni podía depender de la tradición que le transmitiera un hombre. Este es uno de los sentidos teológicos del nacimiento virginal o de la concepción virginal de Jesús. Jesús no podía tener modelo humano, ni estar condicionado por una tradición humana transmitida por un padre humano. Por eso los evangelistas Mateo y Lucas, ya después de años de reflexión, vienen a decir, con ese relato, que con Jesús empieza una humanidad nueva. Él, por primera vez, nos ha hecho conocer lo que es realmente Dios. Por lo tanto, ¿quién puede ser su modelo? Dios mismo. ¿Quién puede haberle transmitido esa tradición que, en el fondo, es el Espíritu, ese ser de Dios? Dios mismo. No puede ser otro. Jesús no es hijo de José. Esa es la conclusión teológica que expresa esto. Con él empieza una humanidad nueva, algo que no se había visto nunca, esta transformación de la persona, que le hace vivir para el amor de los demás, esta entrega parecida a la suya. Esta es una humanidad diferente. Por lo tanto, Jesús es el principio de una nueva humanidad, está en paralelo con Adán, él no desciende de Adán. Es otro Adán, otro principio de humanidad. Por eso, si a Adán lo creó Dios, a Jesús tiene que haberlo creado Dios. Jesús, se dice en su nacimiento, no es hijo de José. Estas son las interpretaciones teológicas de la novedad de Jesús, que se formulan por lo menos veinte años después de que se escriben los primeros evangelios.
Por eso nosotros no tenemos padre en la tierra en el sentido de que nuestro modelo no es un hombre, aunque sea nuestro padre físico, a quien tenemos que querer mucho, por supuesto y respetar muchísimo. Pero nuestro modelo es el Padre del cielo, como Jesús. Y nuestra tradición personal, nuestra herencia de ideas, de criterios tampoco es la de un hombre, es la del Padre del cielo que nos ha manifestado Jesús. Este es nuestro ideario, esos son nuestros criterios, así vemos nosotros y juzgamos la realidad, a partir delo que Jesús nos revela, que es precisamente la mente del Padre del cielo.
Fijaos hasta qué punto esto está asimilado por los evangelistas. Os voy a citar un texto de Marcos. Mateo ya lo dice: “no llaméis a nadie padre sobre la tierra”, es decir, no tengáis modelo humano, no os acomodéis a tradiciones transmitidas. Marcos lo pone de otra manera, cuando dice: “Todo el que deje casa, padre, madre, hermanos, hermanas, hijos o tierras por causa mía y por causa del evangelio, de la buena noticia, recibirá en este mundo, ahora, en esta vida, cien veces más: casa, madre, hermanos, hermanas, hijos, tierras”. Y no dice nada del padre. En la primera enumeración, entre lo que deja, está el padre, padre y madre. En la segunda no hay padre. Porque el padre es la figura de autoridad, es el que dicta lo que hay que ser y lo que hay que hacer. Y eso, en la vida cristiana, no se puede aceptar. No se trata de prescindir del padre físico. Todos debemos quererlo y respetarlo. Pero nuestro criterio, nuestras ideas, nuestro modo de pensar es el de Dios, el del Padre del cielo, transmitido por Jesús. Nuestro modelo es el Padre del cielo. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Ese es el modelo. Modelo que hemos visto realizado en Jesús. Jesús es la única manera que tenemos de conocer al Padre del cielo. Por eso, Padre nuestro del cielo. Éste es nuestro Padre.
El cielo no indica lejanía. El cielo es una metáfora, espacial, pero una metáfora. No hay un espacio arriba y otro abajo. Los antiguos ponían lo sublime, lo elevado en la altura. También nosotros, instintivamente. Aunque en nuestro tiempo lo importante, lo excelente nosotros lo llamamos profundo. Hemos adoptado otra simbología, otra metáfora espacial. Pero ahora lo bueno es profundo. Cosa que también es metafórica. Instintivamente usamos unas u otras metáforas. Según las épocas, unas predominan sobre otras. Entonces era alto y bajo. Por tanto el cielo, que es lo más alto, es símbolo de la excelencia y de, lo que llamamos en un lenguaje más teológico, la trascendencia divina. Es decir, que a Dios no se le alcanza, no se le ve, es un ser que está por encima de todas nuestras categorías. Ese es el cielo del Padre nuestro. Pero Mateo mismo, unos versículos antes, ha dicho: vuestro Padre que está en lo escondido te recompensará. El Padre está en el cielo, significa su excelencia extraordinaria. Está en lo escondido, su cercanía. De manera que veis que usa dos metáforas distintas. Él está cerca de nosotros, invisible, pero, ahí está, cerca de nosotros. De manera que no le demos sentido espacial, como hicieron, para ridiculizarlo, aquellos primeros astronautas, que dijeron: hemos viajado por el espacio y no hemos encontrado a Dios. Eso es infantilismo. No se trata de una realidad arriba y una realidad abajo, sino del símbolo normal de lo elevado o lo bajo.
Padre nuestro del cielo, es decir, nosotros hablamos de que tenemos la experiencia de tu hogar. Sabemos que nos amas. Y además estamos comprometidos con ese amor y estamos trabajando para que la humanidad conozca tu amor, trabajando por la felicidad de los seres humanos.
Proclámese ese nombre tuyo.
La primera petición, según la traducción ordinaria, es: santificado sea tu nombre. Esta es una frase rara, desde luego no es española. Que tu nombre sea santificado, ¿qué quiere decir? ¡Que digamos que es santo, santo, santo! Sería una santificación de palabra, porque de obra no puede ser. El nombre de Dios es santo. No hace falta que lo santifique nadie. Esta es una frase hebrea, que significa, en el fondo, que sea reconocido. La misma frase está en la Primera Carta de Pedro, en el NT., donde se dice, en medio de la persecución: vosotros, en vuestro corazón, santificad al Mesías como Señor, es decir, reconoced al Mesías como Señor. Es un reconocimiento. Entonces, como es una cosa pública lo que se pide, aquí hemos traducido “proclámese”, que es más solemne que reconózcase. Proclámese tu nombre.
¿Cuál es tu nombre? El nombre está por la persona, es una manera de designar la persona. Pero, en este contexto, el nombre se refiere al que acabamos de pronunciar: Padre. Reconózcase o proclámese ese nombre tuyo. Esto es lo que se pide. ¿Quién lo tiene que proclamar?
El Padre nuestro tiene una invocación: Padre nuestro del cielo. Después, tiene tres peticiones para la humanidad entera, en las cuales no aparece ningún nombre personal referido a nosotros. Se dice: tu nombre, tu reino, tu voluntad. Y tiene una segunda parte, la cual se refiere a la comunidad cristiana. Nuestro pan, nuestras deudas, no nos dejes ceder a la tentación. De modo que, en la primera parte, los nombres posesivos se refieren a nosotros: nuestro pan, nuestras deudas, nuestros deudores, no nos dejes ceder a la tentación y líbranos. De modo que tiene dos partes clarísimas.
En esta primera parte, que estamos comentando, la primera petición es esa: proclámese ese nombre tuyo. ¿Quién lo tiene que proclamar? La humanidad. No nosotros. Nosotros ya lo reconocemos. Precisamente lo hemos llamado así: Padre. De modo que nosotros reconocemos que Dios es Padre. Pero la humanidad, no. Por lo tanto lo que se pide es que la humanidad reconozca que Dios es Padre. ¿Qué significa esto?
Las tres primeras peticiones del Padre nuestro nacen de una experiencia. Nosotros ya conocemos que tú eres Padre, nosotros hemos experimentado tu amor, nosotros vivimos de esa vida que nos has comunicado. Nacen de esa experiencia. Entonces esa experiencia se traduce en deseo. El deseo de que la humanidad conozca esto. Y desemboca en el compromiso. Y tenemos que hacer lo que podamos para que esto se verifique. De manera que nace de la experiencia, que hace surgir el deseo y desemboca en el compromiso.
La comunidad tiene experiencia de que Dios es Padre y quiere que la humanidad entera la tenga. Porque aquí hay la utopía pequeña, la utopía realizada, que es la comunidad cristiana. Ese es el reino de Dios realizado, donde existen unas nuevas relaciones humanas, donde hay la experiencia del amor del Padre, donde hay experiencia del amor de los hermanos, el amor fraterno y la solidaridad, donde los seres humanos son libres, no están sometidos ya a leyes, ni a imposiciones, donde toda esa comunidad está volcada para el bien del resto de la humanidad. De modo que hay una pequeña, minúscula, digamos, utopía realizada, el grupo cristiano.
Pero queda la gran utopía, que es la realización en la humanidad entera. Y entonces, los que viven en la utopía realizada, piden que se realice, que se verifique la gran utopía, que la humanidad llegue a entrar en esta realidad. Proclámese o reconózcase ese nombre tuyo. Que la humanidad sepa que tú eres Padre.
Esto es la gran liberación de la humanidad. Porque todos los regímenes tiránicos, los cuales eran los únicos regímenes que había en aquel tiempo, no había más que tiranos, todos se han basado o han pretendido siempre estar consagrados por los dioses. La misma organización judía, tremendamente opresora, que era religioso-política, porque el sumo sacerdote era jefe religioso, pero además jefe político desde que había cesado la monarquía, era jefe de estado al mismo tiempo. Y esa organización se basaba en la pretensión de que eso era instituido por Dios. Y no digamos los regímenes paganos. Todos estaban amparados por sus correspondientes dioses.
Ya sabemos que en casi todos los países había dos religiones paralelas. Una era la religión del estado y otra era la religión popular. La religión popular empieza con lo doméstico: los difuntos, los dioses de la cas, en fin, todo lo inmediato. Pero el estado crea sus propias divinidades, que no hacen más que consagrar los valores del poder. Y así, por ejemplo, en Roma, ¿quién es el valor supremo? Júpiter. Júpiter es rey, sacerdote. Por eso el jefe del estado romano es rey y sacerdote, supremo poder civil y religioso. Se crea una divinidad a imitación dela cual se ejerce el poder civil y religioso. En Babilonia, era Marduc. El rey era la encarnación de Marduc. Y en Egipto ya el rey, el faraón, era hijo del sol, que era su divinidad. De manera que tenía categoría divina. Todas las tiranías se amparan en eso. Otras, naturalmente, no llegan a proclamarse divinas, pero, incluso en el imperio cristiano, el rey, el emperador era consagrado por la Iglesia y era coronado por ella. De modo que tenía ese respaldo religioso.
Todo esto es lo que se cae. Porque Dios no es el Señor que domina, sino el Padre que da vida. Ninguna autoridad humana puede poner su base en Dios, en el dios que también es un déspota celeste. Así era incluso el dios del AT en muchos pasajes, no en otros, claro, porque está muy mezclado. Pero, en muchos pasajes, aparecía como ese dios absoluto, ese dios con poder ilimitado. Fijaos que en el AT los reyes se llaman dioses y también los jueces. “Dioses sois e hijos del Altísimo todos”, dice un salmo. Eran los personajes de la autoridad. ¿Por qué? Porque como Dios es la autoridad suprema, el que participa de la autoridad es como Dios. Pues esto se cae por su base.
Cuando la humanidad se dé cuenta de que Dios no puede dar pie a ninguna autoridad absoluta, a ninguna tiranía, porque Dios no ejerce así, sino que Dios en realidad es el Padre que comunica vida, la humanidad se liberará de todo miedo. Es la primera petición. Que la humanidad comprenda que tú eres Padre. Por lo tanto que no respete ya ninguna tiranía, ninguna opresión, lo cual significa la liberación de la sumisión, que es lo que la humanidad ha vivido siempre. Es el horizonte de la libertad. Veis qué fuerte es el Padre nuestro, lo que se pide en él. Los que viven en una comunidad tienen ya esa experiencia, ellos ya saben que Dios es Padre, no pueden someterse a ningún tirano. Tendrán que vivir en una sociedad, donde tendrán que convivir con otros. Pero reconocer como divinos esos poderes, como se hacía en el culto al emperador romano, no, eso no. El estado será necesario, pero nosotros no aceptamos la veneración del poder. Puede ser un mal necesario, pero nunca el poder tiránico, nunca. El poder opresor, jamás. Primera petición. Que la humanidad, sabiendo que tú eres Padre, sea libre, se libere.
Llegue tu reinado.
La segunda petición tiene, en la traducción española, un defecto tremendo, que no sé por qué ha entrado, no me lo explico. Se dice: venga a nosotros tu reino. Ese “a nosotros” no está ni en el griego ni en el latín ni en el francés ni en el italiano ni en el inglés ni en el alemán ni en ningún otro, solamente en el español. ¿Por qué se dice “a nosotros”, si no está? Es meter ahí un pronombre que pertenece a la comunidad, y eso corresponde a la segunda parte. Falsea completamente el Padre nuestro. Porque hemos dicho que los que rezan el Padre nuestro tienen ya experiencia de ese reino, Dios reina sobre ellos porque tienen el Espíritu. Ellos no piden para sí, piden para el mundo. Por eso, si os acordáis del latín, se decía: adveniat regnum tuum”. No a nosotros, sino que llegue tu reino. De manera que eso tenemos que corregirlo en nuestra oración. Porque si no, no entendemos el Padre nuestro.
¿Qué significa esta petición? La palabra reino puede traducirse de tres maneras: realeza, reinado y reino. La ordinaria, en lenguaje arameo o hebreo, es reinado. El reino somos nosotros, y no se puede decir que lleguemos a nosotros. Lo que se pide es que llegue su reinado, es decir, la actividad de Dios sobre la humanidad se ejerza. Ya se ejerce sobre la comunidad y ahora, esta comunidad, quiere que sea para el mundo entero, para toda la humanidad. El reinado de Dios es la comunicación de vida. La vida de Dios comunicada es el Espíritu. Por tanto lo que se pide es que esta experiencia de vida que tenemos nosotros, del Espíritu que nos ha dado vida, que sea también experiencia de la humanidad. La pequeña utopía realizada y la gran utopía.
Acordémonos de la primera bienaventuranza. “Dichosos los que eligen ser pobres, porque sobre ellos reina Dios, Dios ejerce su reinado, tienen a Dios por rey”. De manera que para que Dios ejerza su reinado sobre los seres humanos, esa comunicación de vida, hace falta esa opción, la opción por la pobreza, que es la opción contra las ambiciones de dinero, de honor y de poder. La comunidad ha hecho la opción y ha recibido el Espíritu, ya Dios reina sobre ella. Entonces se pide que Dios reine sobre la humanidad, y eso implica que la humanidad cambie su estado de valores, que en vez de los valores de la sociedad injusta (la ambición, las insolidaridades, la violencia interna y externa), que cambien y que elijan precisamente lo contrario: la sencillez y el compartir, la igualdad y el servicio mutuo, en vez del poder, el honor y el dinero. De manera que esta humanidad que, primero, se libera al comprender que Dios es Padre y no es tirano y, por lo tanto, no acepta un tirano, esa humanidad, así liberada, haga las opciones propias de ese Padre que se propone, las opciones que el Padre pueda reinar. Las opciones implican renunciar a las ambiciones, y entonces “tu reinado” será una realidad. Que la humanidad se llene de vida, de Espíritu, de amor, de solidaridad, de fraternidad, porque ha hecho las opciones que eliminan esas rivalidades, hostilidades y violencias de la sociedad en que vivimos.
De manera que éste es el reinado de Dios. Dios reina sobre cada uno de nosotros y también sobre todos, porque la opción la hace cada individuo, esa no es comunitaria. Dentro de la comunidad, uno hace su opción personal. Eso es inevitable. No se pueden hacer opciones comunitarias, cada uno tiene que hacer su opción. Entonces así se crea la persona nueva. La persona que hace esa opción, que destierra de sí las ambiciones, que renuncia a todo eso y recibe el Espíritu, es la persona nueva, la nueva criatura. Entonces lo que se pide es que los seres humanos sean personas nuevas y que por esa opción vaya surgiendo la humanidad nueva.
Realícese en la tierra tu designio del cielo.
Tercera petición. La traducción ordinaria “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, se entiende poco. ¿Quién hace la voluntad en el cielo, para que se haga en la tierra? No está claro. ¿Qué voluntad es esa? La palabra voluntad, que está en la traducción latina “voluntas”, es una traducción deficiente. Porque la palabra griega, significa algo concreto, y eso concreto, si se refiere a un proyecto histórico, como es aquí, a un plan de Dios, entonces la traducción “voluntad” no es correcta. Ponemos “tu plan” o una palabra más noble y más bonita que es “tu designio”.
De manera que Dios tiene un designio. ¿Cuál es? Ya lo sabemos. Que esa humanidad nueva construya una sociedad nueva, que es el reino de Dios. Esa humanidad nueva, que viene por su reinado, por el don del Espíritu, construya una sociedad nueva. Fijaos, si nosotros decimos “designio” o “plan”, entonces eso incluye dos fases: una fase de concepción y otra de ejecución. Un designio, un plan se concibe y después se ejecuta. Y a eso corresponden los dos términos. En el cielo se concibe y en la tierra se ejecuta. Por eso la traducción es: Realícese en la tierra tu designio del cielo. Dios tiene un proyecto, Dios tiene un designio sobre la humanidad, que es esa sociedad nueva, esa sociedad de los hijos de Dios, esa sociedad de felicidad humana, de libertad, de crecimiento, de fraternidad. Él lo ha concebido en el cielo. Y lo que pedimos es que se realice en la tierra.
La comunidad tiene ya experiencia, pequeña, frágil, de esa realidad. Ella es parte de ese designio a realizar, es ya una pequeña parcela del reino de Dios. Pero no basta. El compromiso inicial del cristiano se hace por amor a la humanidad, como el de Jesús. ¿Veis como se trasluce el amor a la humanidad en estas tres peticiones? Los que ya viven la nueva realidad no pueden conformarse con vivirla ellos, están deseando que eso se extienda a la humanidad.
De manera que tenemos ya la primera parte del Padre nuestro. Proclámese ese nombre tuyo, que la humanidad sepa que tú eres el dador de vida, no un dios tirano, un dios arbitrario, sino el Dios que comunica vida a los seres humanos. Con lo cual se libera de toda superstición del poder, de toda adoración del poder, de todo respeto a la tiranía. La humanidad liberada. Llegue tu reinado. Que la humanidad haga la opción aquella de la primera bienaventuranza, que cambie su estado de valores y tú le infundas vida y se cree el ser nuevo. Realícese en la tierra tu designio del cielo, es decir, que esos seres nuevos construyan la nueva sociedad, la que asegura la felicidad de todos los seres humanos.
Esta es la primera parte del Padre nuestro. Es completamente misionera, volcada hacia fuera. Esto es notable, porque el Señor nos enseña aquí cuál es el orden de prioridades en nuestras peticiones. No empieza diciendo: Señor, yo pido por mí. No. Primero por todos, por la humanidad. Fijaos en aquella frase de Juan que dice: “Así demostró Dios su amor al mundo (que es la humanidad), llegando a dar a su Hijo único. De manera que el amor a la humanidad, supera, por así decir, el amor al Hijo. En nosotros, el amor a la humanidad, supera al amor hacia nosotros.
En las oraciones de los fieles, se empieza siempre por la santa iglesia católica. Éste no es el orden del evangelio. Primero hay que pedir por el mundo, por la humanidad, por los que lo necesitan, porque la gente cambie de mentalidad. Y después pedimos por la iglesia, que somos nosotros. Pero empezar pidiendo por la iglesia no es según el evangelio, según el Padre nuestro. Porque el Señor nos ha enseñado muy claramente cuál es el orden. Primero el amor a todos, después la preocupación por nosotros. Veis que, ser perfecto como vuestro Padre del cielo es perfecto, implica el amar a todos, el amor universal. Por eso en primer lugar ponemos el amor universal. Esto es lo que tenemos que desarrollar. Desde nuestra realidad cristiana, que eso se haga realidad en todas partes, en los tres grados: liberación, creación de la persona nueva, creación de la sociedad nueva.
Porque sin seres humanos nuevos no hay sociedad nueva. Ese era el engaño de los judíos en tiempos de Jesús y de los discípulos, que tenían la misma mentalidad. Y es que, según ellos, lo que hacía falta era una revolución, una subversión reformista que quitase aquellos colaboracionistas, aquellos corrompidos, que eran los directores del pueblo en aquel tiempo, los sacerdotes y las familias ricas, y diera una nueva estructura. No sirve para nada. Lo hemos visto, lo estamos viendo. El ensayo de crear una sociedad nueva, como se ha hecho en los regímenes comunistas, Rusia y China, sobre todo, sin cambiar a la gente, lleva a la ruina. Porque si la gente sigue siendo ambiciosa, como lo sigue siendo, no ha renunciado a las ambiciones, vuelve a salir todo y se creará, con otras formas políticas, la misma injusticia. Y lo mismo podemos decir también de nuestra sociedad capitalista. ¿Cuál es su defecto? Esa ambición tremenda que crea violencia y crea injusticia necesariamente. De manera que el orden, la prioridad es el amor a la humanidad.
Y luego, como ya hemos dicho que estas peticiones suponen una experiencia, expresan un deseo e implican un compromiso de trabajo, naturalmente la comunidad se mira así misma y entonces pide estar a la altura y empieza la segunda parte del Padre nuestro, donde se utiliza el pronombre plural de primera persona: nosotros, nuestros, nos.
Nuestro pan del mañana dánoslo hoy.
En la siguiente petición se decía antiguamente. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Ahora creo que han modificado un poco. ¿Quiere decir realmente esto? Es raro, porque un poco después, en el evangelio, el Señor nos dirá que no nos preocupemos por el mañana, que no nos preocupemos por lo que tenemos que comer, por lo que tenemos que vestir. Y es muy raro que en la oración central, él ponga la petición por el pan. Por eso nos preguntamos: ¿está bien traducido esto? La cosa es ardua, porque Jerónimo, que tradujo al latín los evangelios, encuentra la misma palabra griega “epiousion”, nuestro pan, en el Padre nuestro de Mateo y Lucas. Encuentra esa palabra y se hace un lío, porque en Mateo él traduce “nuestro pan supersustancial” y en Lucas, la misma palabra, la traduce por “nuestro pan cotidiano”. Y uno se pregunta: ¿por qué dudaba tanto Jerónimo? ¿Tan difícil era esta palabra? Ciertamente.
Porque, fijaos, el Padre nuestro que rezamos nosotros está tomado del evangelio de Mateo, excepto esta palabra, porque por no decir “danos hoy nuestro pan supersustancial”, cogieron de Lucas “nuestro pan cotidiano”. El mismo Jerónimo, que conocía un evangelio que el llama el evangelio de los Hebreos, escrito seguramente en arameo, que se ha perdido por completo, dice: yo he leído en ese evangelio que la palabra correspondiente al griego “epiousion” era la palabra “maha”, que en arameo significa mañana, al día siguiente.
Este es un dato importante, que se confirma con las traducciones que se hicieron en el norte de África. En la Iglesia copta, egipcia, se tradujo el evangelio en varios dialectos. Un día, en el Instituto Oriental de Roma, donde yo enseño, estaba estudiando el Padre nuestro, y comenté ante algunos compañeros: dice Jerónimo que esa frase significaría el pan de mañana. Y me dice un jesuita egipcio: pues eso es lo que decimos nosotros, en copto y en árabe. Y yo le dije: pues no sabes que alegría me das. Y además descubrimos que también en otra lengua, copta, en otro dialecto, estaba traducido también “pan del mañana”. De manera que eso coincide con el dato de Jerónimo.
¿Dónde está la dificultad? Orígenes tiene su tratado de la oración donde trata del Padre nuestro. Y él dice que esta palabra fue inventada por los evangelistas. Lo cual es muy probable, porque era griego y sabía griego. Pero “inventada” no quiere decir que fuera ininteligible. Porque yo puede coger una palabra española y de ella derivar una palabra que no existe, pero que todo el mundo entiende. Supongamos que de mañana yo pudiera derivar mañanero, que ya existe, pero, aunque no existiera, todo el mundo entendería que pertenece a la mañana. La palabra fue inventada por los evangelistas, pero estaba clarísimo para cualquier griego. Se trata del pan del mañana. Además muchos padres griegos interpretan también como “el pan del mañana”.
De modo que la frase sería: “nuestro pan del mañana dánoslo hoy”. Primera petición por la comunidad cristiana. El pan es el símbolo de la comida, del banquete. Comer pan con alguien es comer con alguien. De manera que “nuestro pan del mañana” alude al banquete de la vida futura, que se describe como el banquete, como la fiesta de bodas. De manera que lo que se pide aquí es que ese pan, es decir, ese banquete de la vida futura, que es la expresión simbólica de la amistad, de la comunión, del amor mutuo, de la alegría, que eso sea realidad aquí y ahora. Que la comunidad cristiana viva esa alegría y esa comunión, esa unión y esa amistad que se esperaba para el banquete del otro mundo, de la vida futura.
Notemos que estamos en aquello que decíamos en el nº 8 de las bienaventuranzas. El 8 es el número de la vida futura, sin embargo se aplica a la vida presente, porque el reino de Dios está aquí, el reinado de Dios, que es el don del Espíritu, es una realidad de la vida divina que entra en la historia humana. Y el Reino de Dios es el fruto de la realidad divina comunicada, que está presente en la historia humana. Por eso lo que pedimos aquí, esa realidad divina, que es la futura, de alegría, de unión, de amor, eso sea realidad hoy en nuestra comunidad. Con lo cual se caracteriza la comunidad cristiana. La comunidad cristiana es una comunidad de unión, de amor, de amistad, de alegría.
Y, evidentemente, hay una alusión a la Eucaristía. Nuestro pan del mañana, la realidad divina que se inserta en la historia humana, ese pan es también la Eucaristía, que es el banquete aquí, que representa y que realiza esa realidad futura.
Y perdónanos, nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Conservo la palabra “deuda”, que es la que está en Mateo. Porque deuda significa que yo estoy obligado, pero no indica nada sobre la actitud del acreedor. En cambio si ponemos ofensa, como se ha puesto ahora, entonces significa que el otro es ofendido, que Dios está ceñudo e iracundo. Y esto no lo dice el evangelista. La palabra deuda implica que yo debo hacer algo, pero Dios no está ofendido. Si ponemos ofensa es que Dios me mira con malos ojos. Ese cambio no ha sido feliz. Da una falsa idea de Dios, como si estuviese airado con nosotros. El Señor nos espera siempre y nos ofrece su amor siempre. Cuando hemos metido la pata, también nos ofrece su mano para levantarnos. Y nunca se cansa y nunca se venga y nunca castiga. De manera que la palabra “deuda” es mucho más adecuada, como también “nuestros deudores”. Que uno esté en deuda conmigo, no quiere decir que yo esté ofendido ni molesto ni irritado contra él.
Se trata de la única petición del Padre nuestro que lleva una condición. Se pide que Dios nos perdone, pero porque cumplimos nosotros una condición. El “que” es causal. De manera que nosotros aseguramos que hemos cumplido la condición, y así le pedimos que nos perdone. ¿Dios no nos perdonaría, si nosotros no perdonáramos a los demás? No. Lo dice clarísimamente el Señor inmediatamente después del Padre nuestro: “si vosotros perdonáis, vuestro Padre os perdonará, pero si no perdonáis, no os perdona”. ¿Por qué? Porque si yo me cierro al amor, no puedo recibir amor. Uno pasa por alto la deuda, condona la deuda, pero, claro, esa manifestación de amor necesita que el que la recibe esté abierto al amor. Si el otro se ha cerrado no puede recibir el amor de Dios. No es que Dios no quiera, es que no puede perdonar. El amor es una corriente incesante, nace del Padre, se comunica a Jesús, Jesús se comunica a nosotros y nosotros a los demás. Si se detiene en nosotros, ya no se puede recibir, porque se ha tapado, se ha interrumpido el cauce. Imposible recibirlo. De manera que por eso nosotros aseguramos que estamos abiertos al amor, que nosotros perdonamos, que dejamos correr el amor. Y entonces le pedimos al Padre que su amor corra sobre nosotros, que su amor nos vaya limpiando continuamente, que todo lo que sea obstáculo en la comunidad sea inmediatamente lavado por ese perdón, porque nosotros también lavamos todo lo que estorba.
De manera que lo primero que pedimos en esta segunda parte es que la comunidad sea una comunidad de amor, una comunidad de unión y una comunidad de alegría. La segunda es que sea una comunidad de amor no sólo dentro de la comunidad, sino hacia todos. Que las debilidades, los obstáculos, las faltas sean continuamente borradas por ese amor de Dios que se derrama sobre ella, porque ella misma está derramando amor sobre los demás. Es una comunidad de un amor mutuo, fácil. Mutuo entre ellos y con los demás. Porque el perdón tiene que ser continuo y fácil siempre. Y así se asegura ese perdón de Dios, que es una manifestación de su amor.
Y no nos dejes ceder a la tentación, sino líbranos del malo.
Esta última petición tiene dos aspectos. Acordaos de lo que dijimos de que el texto “se acuerda”. Cuando Mateo habla aquí de tentación, ya había hablado de tentación cuando Jesús estaba en el desierto. Allí aparece el tentador que tienta a Jesús. Cuando Mateo, en el Padre nuestro, pone “no nos dejes ceder a la tentación”, está aludiendo a las tentaciones de Jesús, que son las únicas de que ha hablado antes. Son tres las tentaciones de Jesús, que pueden ser tentaciones de la comunidad cristiana.
La primera es la siguiente. Jesús tiene hambre. “Si eres Hijo de Dios di a estas piedras se conviertan en panes. Y Jesús le contesta: No sólo de pan vive el hombre, sino de todo aquello que vaya saliendo de la boca de Dios”. Es decir, el demonio lo tienta a buscar su beneficio personal, su comodidad personal sin tener en cuenta el plan de Dios. Y esta era una tentación de la comunidad cristiana. Hacer cosas no pensando antes si eso corresponde al plan de Dios o no, sino porque eso le conviene para su provecho personal. Utilizar el carisma, utilizar la realidad fuera de lo común que tiene el cristiano para procurar su provecho. La comunidad cristiana quiere satisfacer sus necesidades o medrar de alguna manera. ¿Pero eso corresponde al plan de Dios? Eso no importa. Es el ateísmo práctico. Actuar como si fuéramos una sociedad humana que le conviene esto o lo otro, se construye, se vende…
“El tentador sube a Jesús al alero del templo y le dice: tírate abajo, que ya está escrito: sus ángeles impedirán que tu pie tropiece con una piedra, te tomarán en volandas y tu pie no tropezará contra las piedras. Y el Señor le dice: No tentarás al Señor tu Dios”. Esta es la tentación del providencialismo infantil. Nos metemos en un lío tremendo y decimos: ya Dios lo arreglará. No. Hay que pensar y calcular qué es lo que conviene hacer. Y además aquí entra también el deseo de vanidad. El pueblo está en el templo, en el patio y el tentador lo pone en la torre y le dice: tírate abajo, que verás cuando la gente vea que tú caes del cielo tan glorioso, sostenido por los ángeles cómo te van a reconocer. No. Eso es buscar el prestigio. Y además, con una irresponsabilidad espantosa. ¿Dios tiene que suplir nuestros errores? No.
La tercera, que es la más clara, es la del poder. Ahí el tentador ya no le dice, si eres Hijo de Dios, no puede decírselo, porque lo que está diciendo es que cambie de Dios. “Le muestra todos los reinos del mundo con toda su gloria”. Es decir, el poder del dinero, del ejército, el poder militar, el poder del lujo, todo eso. “Y le dice: todo esto te daré, si tú me rindes homenaje”. Rendir homenaje se hace a un rey, a Dios como rey. Entonces le dice: cambia de Dios. Que yo sea tu Dios. Satanás, en el evangelio, es el símbolo del poder, el poder que tienta al hombre. Porque la ambición de poder es la más poderosa. Satanás no es un ser espiritual que ande por ahí dando vueltas para fastidiar. Esta es la gran tentación. Te haré emperador del mundo, es lo que le está diciendo, si tú, en vez de rendir homenaje a ese Dios que dice que vas a morir, me rindes homenaje a mí, que te prometo la gloria de todo el reino. Y verás tú entonces como todo el mundo te sigue. A un Mesías que va a morir, no le sigue nadie. A un Mesías que es el rey esplendoroso, el rey riquísimo, el rey dominante, el rey de la fuerza militar, a ese lo seguirán todos. Es lo que le está proponiendo. Anda, sígueme, ríndeme homenaje.
La tentación del poder. Esta es la tercera tentación de Jesús y la tentación de la Iglesia. Constituir un poder, un dominio, utilizar el dinero, el prestigio y el dominio para imponerse en la sociedad. Esta es la tremenda tentación. Por eso decimos, además, líbranos del malo. El malo es Satanás, el tentador, el poder, la ambición de todo. Porque eso, en lugar de propagar el reino de Dios, de construir el reino de Dios, construye el reino del demonio, el reino del poder y del dinero.

jueves, 15 de enero de 2009

EL ÚLTIMO DÍA

EL ÚLTIMO DÍA.
Un concepto importante que sufre un cambio radical es el de “el último día” en el Evangelio de Juan; comprender el nuevo sentido que adquiere esta expresión es crucial para entender el efecto de la obra de Jesús en el hombre y la solución que da al problema de la muerte.
En el judaísmo se hablaba de “el final de los días”, que se conectaba con “el día de Yahvé”. En la literatura rabínica se encuentra “el día último” para designar el día en que habían de revivir los muertos.
“El día de Yahvé” era visto al principio como un día deseado de alegría (Am 5,18: “los que ansían el día del Señor”; Zac 14,7: “será un día único, elegido por el Señor, sin distinción de noche y día”), pero los profetas reinterpretaron la idea popular de día de salvación y lo proclamaron día de inevitable juicio (Am 5,18: “¿De qué os servirá el día del Señor si es tenebroso y sin luz?”; Jl 2,1s: “Ya está cerca el día del Señor: día de oscuridad y tinieblas”; 4,14s: “Llega el día del Señor… sol y luna se oscurecen, los astros recogen su resplandor”); este día, sin embargo, se encontraba dentro de la historia, y podía referirse a un hecho pasado (Lam 1,21, a la caída de Jerusalén) o designar un acontecimiento futuro.
Los escritos apocalípticos y el judaísmo tardío llevaron más lejos la idea, viendo ese día como el final de la historia y describiéndolo con fuertes rasgos catastróficos.
Los textos de Qumrán muestran la creencia de que la fecha del día escatológico está ya fijada. Pensaban que traería la aniquilación de los que no observasen los mandamientos; sería el día de la visita de Dios, el fin de los días, el día de la venganza, el degüello, cuando los malhechores serían destruidos. Habría una batalla con feroz carnicería, cuando los hijos de la luz combatiesen con los de las tinieblas. Todos los hombres válidos para la guerra deberían estar preparados para ese día de venganza. Entonces sería Dios alabado.
Puede decirse, por tanto, que, para el judaísmo, “el final de los días” significaba, de una manera o de otro, el fin de la historia, el día del cambio de época y de la resurrección de los muertos, que daría paso al mundo divino.
En los evangelios, la expresión “el último día” aparece solamente en Juan, donde sustituye a “el final de los días”, que era la habitual en el judaísmo, y que, como se ha dicho, señalaba la vertiente entre dos mundos o edades: fin del mundo antiguo y perecedero y principio del mundo definitivo, coincidiendo con el fin de la historia. Hay que examinar si en el Evangelio de Juan conserva su significado tradicional.
En Juan, la expresión “el último día” se encuentra cinco veces en boca de Jesús: cuatro referida a la resurrección (6,39.40.44.54) y una al juicio que ejercerá su mensaje (12,48). El narrador la usa una vez para señalar el día solemne de la fiesta de las Chozas, en el que tiene lugar la invitación de Jesús a recibir el Espíritu (7,37); se encuentra, por último, en boca de Marta, la hermana de Lázaro, también referida a la resurrección (11,24: “Ya sé que resucitará en la resurrección del último día”).
Marta continúa pensando en categorías tradicionales judías (11,24: “Ya sé”) y considera el último día una fecha vaga y lejana, pues lo concibe, al modo judío, como el final de los tiempos; la resurrección en ese día no la consuela de la muerte de su hermano. Jesús habla, en cambio, de una resurrección presente en él (11,25s: “Yo soy la resurrección y la vida; el que me presta adhesión, aunque muera, vivirá, pues todo el que vive y me presta adhesión no morirá nunca”). Este dicho muestra que Jesús no interpreta “el último día” del mismo modo que Marta y el Judaísmo.
El sentido que adquiere en boca de Jesús está explicado por el evangelista en el texto de 7,37-39. Examinémoslo paso por paso:
a) “El último día, el más solemne de las fiestas”. Juan data de este modo la invitación a beber, hecha por Jesús en presente (7,37s: “Si alguno tiene sed, que se acerque a mí, y que beba quien me da su adhesión”).
b) El agua que apagará la sed procede de Jesús mismo (7,38b: “De su entraña manarán ríos de agua viva”).
c) Esta agua que procede de Jesús se identifica con el Espíritu (7,39a: “Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que le dieran su adhesión”).
d) Por otra parte, el evangelista afirma que el “beber” sólo tendrá realidad en el futuro, cuando Jesús manifieste su gloria, es decir, cuando dé su vida en la cruz (7,39b: “aún no había espíritu, porque la gloria de Jesús aún no se había manifestado”).
e) De este modo, al datar en “el último día, el más solemne de las fiestas” la invitación que sólo podrá realizarse después de la muerte de Jesús, Juan traslada la escena del templo y “el último día” al episodio de la lanzada, cuando del costado de Jesús sale el agua del Espíritu (19,34: “Salió inmediatamente sangre y agua”).
f) En consecuencia, es en realidad Jesús, pendiente de la cruz, el que invita a acercarse y beber el agua del Espíritu; el día de su muerte es “el último día, el más solemne” (19,31: “pues era solemne aquel día de precepto”), por ser el de la nueva Pascua.
Así, pues, la muerte de Jesús, que es su exaltación (3,14: el Hombre levantado en alto,
dador de vida definitiva), constituye como “último día” la vertiente entre las dos edades; en ella comienza el mundo nuevo y definitivo. Al entregar el Espíritu (19,30), Jesús ofrece a todo hombre la vida definitiva, la vida cuya continuidad más allá de la muerte se llama la resurrección.
Pero “el último día”, es de la muerte-exaltación de Jesús, no es un día pasajero: Jesús es para siempre el Hombre levantado en alto del que brota el agua del Espíritu, la vida definitiva. Por eso este día se prolonga a lo largo de la historia, ejerciendo en ella el juicio del mundo (Jn 12,31s) y concediendo la vida definitiva y con ella la resurrección a más y más hombres.
Jesús crea así el mundo definitivo dentro del mundo transitorio; la realidad final está presente en el grupo humano que se adhiere a él. El evangelio de Juan concibe esta realidad como realizada plenamente en Jesús y progresivamente en los hombres; es una escatología presente, pero no estática, sino con un dinamismo de integración. El mundo definitivo, la humanidad nueva, va existiendo a medida que se termina la creación en cada individuo por el don del Espíritu.

domingo, 11 de enero de 2009

ESPÍRITU INMUNDO O DEMONIO

ESPÍRITU INMUNDO, DEMONIO.

En primer lugar hay que constatar un hecho extraño y significativo. Mientras en los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) aparecen con frecuencia casos de posesión por parte de espíritus impuros/inmundos o demonios, que Jesús expulsa, esto nunca sucede en el Evangelio de Juan: en él, Jesús no libera a un solo endemoniado.
El hecho es notable, pues en los sinópticos la expulsión de demonios no ocurre una vez aislada, sino en numerosas ocasiones. Sí, como se dice a veces, exorcizar demonios era uso de los rasgos característicos de la actividad de Jesús, no podía Juan omitir toda mención a ella, so pena de dar una visión incompleta de su persona, tanto más cuanto que la expulsión de los demonios era, según la opinión de muchos, un signo demostrativo de la llegada del reinado de Dios.
Esta diversidad que se constata entre los evangelios sinópticos y Juan hace sospechar que la expulsión de espíritus impuros o demonios pueda ser una manera de hablar de los tres primeros evangelistas y que, en realidad, estén utilizando una figura que deba ser interpretada con otras categorías. En tal caso, podría ser que Juan expusiese la misma idea utilizando un símbolo diferente.
Para determinar el significado que tienen los “espíritus inmundos” o “los demonios” en los evangelios sinópticos, examinemos el pasaje de Marcos donde aparece por primera vez un poseído: el episodio de la sinagoga de Cafarnaún (Mc 1,21b-28).

Marcos 1,21b-28: El poseído de la sinagoga de Cafarnaún.

La palabra “espíritu” significa originariamente “viento” o “aliento”. Un “espíritu”, lo mismo el “Espíritu Sato” que el “espíritu inmundo” se conciben como fuerzas o principios activos que proceden del exterior del hombre; si éste acepta su influjo, actúan desde su interior.
Los adjetivos “santo” e “inmundo/impuro” significan, respectivamente, “perteneciente a la esfera divina” o “ajeno y contrario a ella”, y caracterizan a estos espíritus como fuerzas, una procedente de Dios, la otra contraria a Dios. Al ser aplicados al “espíritu/fuerza”, los dos adjetivos adquieren un valor dinámico y significan “el Espíritu que consagra”, introduciendo al hombre en la esfera divina, y el “espíritu que impurifica, haciendo al hombre incapaz de penetrar en esa esfera, es decir, incompatible con Dios.
Viniendo ahora al episodio de la sinagoga (Mc 1,21b-28), se constatan los datos siguientes:
1) El público de la sinagoga queda impresionado por la enseñanza de Jesús y, al compararla con la de los letrados, maestros oficiales, reconocen en ella una autoridad divina que nunca han encontrado en sus maestros habituales (1,22: “Estaban impresionados de su enseñanza, pues les enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados”). Esto equivale a decir que la enseñanza de Jesús provoca el descrédito de la enseñanza oficial, que aparece falta de autoridad divina. Esta era, sin embargo, la autoridad que los letrados atribuían a su enseñanza; según ellos, por consistir solamente una exposición actualizada de la Ley escrita y oral, su enseñanza gozaba de la misma autoridad divina de la Ley. La enseñanza de Jesús hace derrumbarse el prestigio religioso de los letrados y, con él, el de la institución que representan.
2) Un hombre poseído por un espíritu inmundo reacciona interrumpiendo a gritos la enseñanza de Jesús (1,23: “Estaba en aquella sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo e inmediatamente empezó a gritar”).
3) El poseído se encuentra “en la sinagoga de ellos”. La palabra “sinagoga” significa en primer lugar “reunión” (como “iglesia” significa “asamblea”), y de ahí “lugar de reunión” (como “iglesia”, “lugar de asamblea”). “La sinagoga de ellos”, significa, pues, el lugar donde están reunidos los que han escuchado la enseñanza de Jesús. El poseído es, por tanto, uno del público de la sinagoga, forma parte de la reunión.
4) En la primera frase que pronuncia el poseído: “¿Qué tiene tú contra nosotros”, Jesús Nazareno?”, resalta el contraste entre el singular “tú”, que designa a Jesús, y el plural “nosotros” con el que designa al poseído (en cambio, el singular en 5,7, en boca del endemoniado geraseno: “¿Qué tiene tú contra mí?” El plural que utiliza el poseído contrasta con la singularidad del “hombre” que lo pronuncia y revela que este hombre se identifica con un grupo y se hace su representante.
Para determinar de qué grupo se trata hay que examinar el contexto. Es claro que el plural “nosotros” señala a los que se sienten amenazados por la enseñanza de Jesús (“¿Has venido a destruirnos?”). Según lo dicho anteriormente, para el público de la sinagoga la enseñanza de Jesús ha sido una experiencia positiva; son, en cambio, los letrados la categoría cuyo prestigio se ve en peligro de desaparecer.
5) El poseído, que no era un letrado, sino uno del público, se identifica, sin embargo, con ellos: el peligro que representa Jesús para los letrados y su enseñanza lo ve como peligro propio (1,24: “destruirnos”). Como este hombre no pertenece a la clase de los letrados, su identificación con ellos se explica únicamente por la común ideología: el individuo, miembro de la sinagoga y receptor de la enseñanza de los letrados, ha hecho suya la doctrina de éstos y defiende su prestigio.
6) El que ha hablado por boca del hombre ha sido el espíritu inmundo: así lo muestra la orden sucesiva de Jesús; “Cállate la boca y sal de él” (1,25). Por tanto, la identificación de este individuo con los letrados no procede del hombre, sino del espíritu que lo posee.
7) Ahora bien: si el poseído es adicto incondicional de los letrados, esto se debe a que los letrados le han infundido esa adhesión inquebrantable, persuadiéndolo de la autoridad divina de su doctrina. O sea, que el espíritu inmundo que lo posee y lo hace identificarse con los letrados le viene del influjo de éstos, de haber asimilado la enseñanza recibida de ellos y haberla hecho suya. El espíritu inmundo se identifica, por tanto, con la doctrina de los letrados, con la ideología que éstos transmiten; ella domina al hombre y lo despersonaliza: ya no habla el hombre, sino la ideología que profesa. Los letrados, por su parte, aparecen como “los que endemonian” al hombre con su enseñanza.
8) El espíritu inmundo es, pues, una figura tomada de la cultura ambiente, pero a la que Marcos cambia el contenido. Para el evangelista y sus destinatarios, el verdadero espíritu inmundo que oprime y despersonaliza al hombre no es un agente externo invisible y maligno que se introduce en el hombre, según la concepción popular del tiempo, sino, en lenguaje moderno, un factor alienante procedente del exterior, que impide al hombre se él mismo y utilizar su razón; en el caso de la sinagoga, la doctrina propuesta por los letrados.
El endemoniado es un caso de alienación total, pues, al contrario que el público de la sinagoga, que conserva la capacidad de crítica (1,22: “estaban impresionados… pues les enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados”), actúa impulsado únicamente por el fanatismo de su ideología. Ésta es “inmunda/impura”, es decir, antagónica de la santidad divina, diametralmente opuesta a Dios (8,33: “tu idea no es la de Dios, sino la de los hombres”); por eso quien la profesa no puede comunicar con Dios ni tener acceso a él.
9) Hay que retener, por tanto los siguientes rasgos del espíritu inmundo: a) es un factor activo que no procede del hombre, sino del exterior; b) el hombre puede aceptarlo y, en ese caso, las acciones se atribuyen igualmente al hombre y al espíritu (1,23.24); c) es alienante; una vez que se apodera del hombre, lo despersonaliza: ya no actúa realmente el hombre, sino “es espíritu”; d) “el espíritu inmundo” es figura de una ideología contraria al ser de Dios.
10) En la escena de la sinagoga resalta también la preponderancia de la enseñanza sobre la acción (expulsión del espíritu). De hecho, cuando los presentes expresan su admiración, inmediatamente después de la expulsión del espíritu, se refieren en primer lugar a la enseñanza de Jesús, insólita por su novedad y autoridad (1,27ª: “¡Un nuevo modo de enseñar, con autoridad!”), y secundariamente, como dependiente de ella, a la obediencia de los espíritus inmundos y le obedecen!”).
Esto confirma la interpretación anterior: expulsar el espíritu, es decir, liberar al hombre de la ideología que lo domina y lo deshumaniza, no es un acto independiente de la enseñanza: se debe a la novedad que ésta presenta por la autoridad (el Espíritu) con que Jesús la propone. La expulsión del espíritu inmundo es imagen de la fuerza de persuasión de Jesús, portador del Espíritu (1,10.12), capaz de vencer la resistencia fanática a su mensaje.

Esta interpretación del “espíritu inmundo” (y, como se verá, de los “demonios”) como factor
alienante que se identifica con una doctrina o ideología contraria a Dios puede ser verificada en los demás pasajes en que aparece en el evangelio. En el caso de un poseído israelita, la alienación proviene de la doctrina de los letrados (9,14; 9,11). Cuando el poseído es un pagano (5,2ss; 7,24ss) o los espíritus se encuentran en una multitud compuesta de judíos y paganos (3,11), hay que investigar qué ideología contraria a Dios está representada por ellos.
Al geraseno, el espíritu que lo poseía era un espíritu de hostilidad y rebelión violenta contra la sociedad injusta. Si se compara con el espíritu que posee a individuos judíos, tiene en común la hostilidad (entre los judíos, contra los paganos que ocupan su nación; también contra las instituciones injsutas), que se expresa en violencia o en deseo de ella. Dondequiera aparezca una violencia que quiere imponerse como poder implicando la destrucción de otros, se tiene un espíritu incompatible con Dios, como lo son entre sí el amor y el odio, la vida y la muerte.


“ESPÍRITUS INMUNDOS” Y “DEMONIOS”.

Los evangelistas hablan unas veces de “espíritus inmundos” y otras de “demonios”, y puede preguntarse si con esta diferencia de terminología quieren marcar una diferencia entre dos conceptos. Hay casos, como el del geraseno, donde el mismo individuo es llamado “poseído por un espíritu inmundo” y “endemoniado” (Mc 5,2.15ss). Otras veces, en cambio, se habla solamente de uno u otro fenómeno (Mc 1,23: “poseído por un espíritu inmundo”; 1,32.34: “endemoniados”, “demonios”.
Parece que “estar endemoniado” añade a “estar poseído por un espíritu inmundo” un rasgo de exaltación o violencia externa que hace al individuo conocido como fanático y extremista. Es decir, todo “endemoniado” lleva dentro un “espíritu inmundo”, pero no puede decirse que todo el que tiene ese espíritu esté “endemoniado”, pues externamente puede comportarse como un individuo normal y solamente en situaciones particulares mostrar lo que lleva dentro. Tal es el caso del poseído de la sinagoga, que se encuentra en la reunión como uno más, hasta que nota el efecto sobre el público de la enseñanza de Jesús; entonces salta e interrumpe violentamente (a gritos) la enseñanza (Mc 1,23).
El geraseno, en cambio, que está poseído, da continuas muestras del espíritu que lo agita: se rebela, rompe las cadenas, se escapa, vive en los sepulcros, grita y se destroza en los montes. Su posesión es manifiesta, “está endemoniado”.
Hay, por tanto, que interpretar los pasajes según que aparezca una u otra expresión. Los “endemoniados” que son llevados a Jesús (Mc 1,32) no son solamente gente que en su interior es adicta incondicional de una ideología destructora, sino evidentemente individuos conocidos por su actitud y conducta violentas.

SATANÁS, REALIDAD O RECURSO SIMBÓLICO.

SATANÁS.
a) USO Y SIGNIFICADO DE LA PALABRA EN EL A.T Y EL JUDAÍSMO.

“Satán” o “Satanás” es una palabra hebrea que significa “adversario”, “contrincante/opositor malvado”; la traducción griega fue casi siempre diábolos, derivado de un verbo diabállô, que significa entre otras cosas, “acusar, calumniar, falsear, engañar”. A través del latín, el griego ha dado origen al español “diablo”.
En el texto hebreo del Antiguo Testamento, la palabra se usa ante todo para hombres. Ejemplos: 1 Sm 29,4 donde los generales filisteos consideran a David un potencial “satán” o adversario a traición, “que no baje al combate con nosotros, no sea que se vuelva contra nosotros”; lit.: “no sea que en el combate sea un adversario [un satán] para nosotros”).
También se le llama así a Rezón el líder faccioso y luego rey de Siria (1 Re 11,23: “También suscitó el Señor como adversario [ satán ] de Salomón a Rezón”; 11,25: “Fue adversario [satán] de Israel durante todo el reinado de Salomón”), e incluso al ángel que interceptó el camino de Balaam (Nm 22,22: “el ángel del Señor se plantó en el camino haciéndole frente”; lit.: “como un adversario [un satán] contra él”; 22,32: “Yo he salido a hacerte frente”; lit.: “como un adversario [un satán]”).
Otras veces significa el adversario que acusa en un juicio (Sal 109,6: “Nombra contra él un malvado, un acusador [un satán] que se ponga a su derecha”). Se ve claramente que, en su origen, la palabra “satán” era solamente un apelativo común para hombres.
Llega un momento en que la realidad del adversario humano se traslada al cielo. En el libro de Job aparece por primera vez “el satán” como un ser celeste que acusa a los justos ante Dios (el fiscal de la corte celeste). Así, en Job 1,6: “Un día fueron los ángeles y se presentaron al Señor; entre ellos llegó también Satanás (lit.: “el satán”, nombre de oficio). El Señor le preguntó, etc.”. Ante el elogio que hace Dios de Job (1,8), Satanás muestra su desconfianza (1,9): “¿Y crees tú que su religión es desinteresada?, etc.”. De modo parecido , en 2,1.
Se encuentra también un “satán” en la cuarta visión de Zacarías (3,1s), donde el profeta asiste a una especie de juicio: el sumo sacerdote es acusado por un fiscal de oficio (“el satán”, como el de Job 1-2), que exagera los cargos y no puede probarlos, por lo que el juez lo llama al orden: “Después me enseñó al sumo sacerdote, Josué, de pie ante el ángel del Señor. A su derecha estaba el satán acusándolo. El Señor dijo al satán: “El Señor te llama al orden, satán”.
Se usa como nombre propio en 1 Cr 21,1; “Satán se alzó contra Israel e instigó a David a hacer un censo de Israel”, pero este Satán no es más que una personificación de la “ira de Dios”, pues en 2 Sm 24,1 se relata el mismo episodio de esta manera: “El Señor volvió a encolerizarse contra Israel (lit.: “de nuevo la ira de Dios se encendió contra Israel”) e instigó a David contra ellos: “Anda, haz el censo de Israel y Judá”.
En el primer libro de los Macabeos se aplica todavía diábolos a un grupo de judíos renegados (1 Mac 1,36: “se convirtieron en…una continua amenaza [en un diablo continuamente malvado] para Israel”; en cambio, en el libro de la Sabiduría, de principios de la era cristiana, toma el sentido moderno de un agente de maldad (Sab 2,24: “la muerte entró en el mundo por envidia del diablo”).
En resumen: en el A.T, “satán” es un término que originalmente se aplica a hombres con el significado de adversario o enemigo; de ahí pasa a designar una especie de fiscal celeste, miembro de la corte de Dios, y acusa a los hombres ante él (Job 1,6-12; 2,1-7); sólo más tarde, separado ya de la corte celeste, se llama “Satanás” a un espíritu enemigo del hombre, que procura su ruina y quiere destruir la obra de Dios (Sab 2,24).
En los escritos de Qumrán el nombre del mal espíritu es Belial. Influidos, sin duda, por el dualismo persa, se dice en ellos que Dios creó dos espíritus: el de la luz y el de las tinieblas (Belial), y que los dos ejercen su poder en el presente. “El Satán” ya no es un acusador y, en consecuencia, no tiene acceso al cielo ni a Dios.

b) EN LOS EVANGELIOS.

Marcos 1,12S: La tentación en el desierto.
Veamos ahora el cambio introducido por los evangelistas en la idea de “Satanás” o “el diablo”. En el Evangelio de Marcos, dentro de la sociedad judía figurada por “el desierto” “ Satanás” representa un agente que va a inducir continuamente a Jesús a traicionar su compromiso. Sin embargo, en todo el relato evangélico la figura de Satanás no vuelve a aparecer en contacto con Jesús. Esto indica que, como “el desierto”, “Satanás” es una figura simbólica, en este caso una personificación. Marcos ha utilizado la figura tradicional del Enemigo del hombre, pero dándole un nuevo significado.
El significado de la figura de Satanás lo indica Marcos, en primer lugar, al colocar la tentación de Jesús en “el desierto”, lugar clásico para levantamientos con más o menos acentuado carácter mesiánico; era tradicionalmente el emplazamiento de los cabecillas o agitadores que alistaban secuaces con la intención de conquistar el poder. La inactividad de Jesús en esta escena de Marcos, donde no aparecen otros personajes humanos (1,12s: “estuvo en el desierto cuarenta días”), se opone precisamente a la actividad sediciosa y guerrera asociada a los cabecillas que se retiraban al desierto para empezar desde allí la rebelión.
En Marcos, Satanás representa, por tanto, el poder y la ideología de poder, que lo presenta como un valor positivo y tienta a los hombres excitando en ellos la ambición de superioridad y dominio. La tentación de poder pretende disuadir a Jesús de llevar a cabo su entrega por el bien de los hombres, expresada en el bautismo, entrega que excluía el triunfo terreno y ponía en peligro su vida, e inducirlo a adoptar un mesianismo de violencia, cuyo objetivo fuese la conquista del poder político.

La tentación de poder aparece continuamente en el evangelio: el poseído de la sinagoga, al llamar a Jesús “el Consagrado por Dios” (1,24), equivalente de Mesías, lo está incitando a hacerse líder del pueblo; lo mismo los endemoniados de Cafarnaún, “que sabían quién era” (1,34), el entusiasmo popular en aquella ciudad, secundado por los discípulos (1,37 “Todo el mundo te busca”), las masas judías y paganas que le rinden homenaje como al Hijo de Dios (3,11), etc.
Más claramente en Mc 8,33, donde Jesús llama a Pedro “Satanás”, precisamente por oponerse al destino del Hombre que él ha anunciado, y que incluye el rechazo y la muerte.
La identificación de Satanás con la ideología del poder y con los que la proponen aparece claramente en Mc 8,33, donde Jesús llama a Pedro “Satanás”, precisamente por oponerse al destino del Hombre que él ha anunciado, y que incluye el rechazo y la muerte.

Marcos 3,23ss: La controversia con los letrados de Jerusalén.
Es interesante analizar el dicho de Jesús en Mc 3,23 par.; distinguimos, por ser importante, los casos en que la palabra “Satanás” va en griego sin artículo (es español con “un”) del caso en que lo lleva: sin artículo indica a un partidario o agente de Satanás (del poder), que lleva su mismo nombre, “enemigo”; con artículo (“el”), a Satanás mismo (el poder y su ideología): “¿Cómo puede (un) Satanás expulsar a (un) Satanás? Si un reino se divide internamente, ese reino no puede seguir en pie; …si (el) Satanás se ha levantado contra sí mismo y se ha dividido, no puede tenerse en pie, le ha llegado su fin.”
El dicho es la respuesta de Jesús a la acusación de los letrados de que Jesús tenía dentro a Belcebú y que expulsaba a los demonios (en Cafarnaún, 1,32-34) con el poder del jefe de los demonios (3,22). Belcebú era el nombre popular, despectivo y probablemente supersticioso, que se daba al diablo; aparece en el AT (2 Re 1,2.3.6.16, el dios de Ecrón) y el nombre se interpretaba irónicamente “señor de las moscas”; significaba “señor de la (celeste) morada”, aunque los judíos lo llamasen “dios del estiércol”, modo de despreciar los sacrificios paganos. Belcebú se interpretaba como un espíritu malo.
Jesús no utilizaba ese nombre, que daba pie a la creencia en un ser maligno, emplea el término “Satanás”, que ya ha aparecido en el evangelio como la personificación del poder enemigo del hombre. Su razonamiento es el siguiente:
a) Él “expulsa a los demonios”, es decir, hace que el fanático violento de una ideología de poder (un [partidario/agente de ] Satanás) renuncie a ella.
b) Según sus adversarios, eso lo hace porque Jesús mismo estima y ambiciona el poder (es otro [partidario/agente de] Satanás).
c) Consecuencia: si un partidario del poder les quita a otros partidarios la estima del poder, le está minando el terreno al poder como tal (el Satanás), objeto de su propia ambición. Si el poder se combate a sí mismo eliminando su ideología, está perdido. Si Satanás tuviese agents que liberasen a los hombres de la estima y del deseo del poder, él mismo estaría provocando su propia ruina.
De hecho, quien sea agente del poder o lleve en sí la ambición de poder
nunca dará libertad al hombre ni lo persuadirá a abandonar la ideología de poder y violencia que lo posee (el demonio o espíritu inmundo). Dar libertad es arruinar el poder, ajeno o propio. En consecuencia, a ese tal no le interesaría liberar a los poseídos (fanáticos del poder y la violencia) de su manera de pensar, sino ganarlos para su causa.
De ahí el dicho siguiente (Mc 3,27 par.), en el que aparece una figura satánica, la del “fuerte”: “Pero no, nadie puede meterse en casa del fuerte y saquear sus bienes si primero no ata al fuerte; entonces podrá saquear su casa.” En el contexto, el significado es claro: “saquear los bienes del fuerte” describe figuradamente la actividad de Jesús, que está sacando a la gente fuera de la institución religioso-política jurdía (“el fuerte”). Nótese que Jesús no pretende tomar posesión de la casa, es decir, apoderarse del poder, sino “saquearla” o, lo que es lo mismo, hacer que los hombres la abandonen. Es exactamente lo que está haciendo al causar el descrédito de la enseñanza oficial (Mc 1,22ss).
“Atar el fuerte” significa impedirle defender lo que tiene por suyo. El poder domina a los hombres cuando éstos prestan adhesión a su ideología; al desvincularlos Jesús de esta ideología, “el fuerte” queda impotente. Tiene que contemplar cómo se llevan lo que era suyo, sin poder retenerlo, porque son sus antiguos súbditos quienes sustraen ellos mismos a su dominio. Pero sólo es capaz de llevar a cabo ese cambio en los hombres y el consiguiente desmantelamiento de la institución de poder aquel sobre el que Satanás no tiene el mínimo influjo, es decir, el que es inmune a la tentación de poder (1,14).
Paralelamente, es la ideología y ambición de poder (“Satanás”) la que hace que el hombre se cierre al mensaje, como lo expresa Mc 4,15 par.: “Estos son “los de junto al camino”: aquellos donde se siembra el mensaje, pero, en cuanto lo escuchan, llega Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos.”

En Mateo y Lucas.
En los Evangelios de Mateo y Luchas, la identificación de “Satanás” o “el diablo” con el poder es manifiesta en la tercera tentación (Mt 4,8-10; en Lc 4,5-8, la segunda), donde el tentador ofrece a Jesús el dominio del mundo a condición de que le rinda homenaje. El poder se diviniza, como lo indica la mención del monte o de la altura (Mt 4,8: “lo llevó el diablo a un monte altísimo”; Lc 4,5: “llevándolo a lo alto”; y usurpa el lugar de Dios, es decir, se hace valor supremo y pide homenaje sin reservas.
También en el Evangelio de Mateo Pedro increpa a Jesús, que ha anunciado su rechazo y muerte: “¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso!” Jesús corta en seco al que quiere impedir su misión: “¡Vete! ¡Ponte detrás de mí, Satanás!” (Mt 16,22s). Con su actitud, Pedro encarna la figura de Satanás.
De modo parecido, en el mismo Evangelio, cualquiera que proponga la ideología del poder es un enemigo/diablo, como el que siembra la cizaña en medio del trigo (Mt 13,28.39).
Según Mateo, el lugar del “diablo” no es el infierno: lo que se dice en su Evangelio es que el fuego inextinguible (que equivale a destrucción) está preparado para él y sus ángeles (Mt 25,41).

En Lc 13,10ss, la última vez que enseña Jesús un sábado en una sinagoga aparece “una mujer que llevaba dieciocho años enferma por causa de un espíritu y andaba encorvada, sin poderse enderezar del todo”. Jesús la cura y se indigna porque, por ser sábado, el jefe de sinagoga se oponía a la curación. Después de echarles en cara que no les importa que sea día de precepto para cuidar de los animales, añade (v. 16): “Y a ésta, que es hija de Abrahán y que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no había que soltarla de su cadena en día de precepto?”
Acostumbrados ya al estilo de los evangelistas, podemos observar: a) la mujer, figura del pueblo, tiene un espíritu que la pone enferma y la tiene encorvada, es decir, que le impide alcanzar su plena estatura humana (v.10); b) en realidad, el que la tiene atada es Satanás, el poder religioso (v.16); c) Lucas insiste en el número “dieciocho años” (13,11.16), indicando su importancia; puede significar el repetido e irremediable fracaso humano causado por el espíritu inmundo.
El espíritu que produce la enfermedad representa, por tanto, el influjo de Satanás sobre el pueblo, es decir, la interiorización por éste de los principios del poder religioso, expresados en el precepto del sábado. El sábado o día de precepto, figura de la Ley, prohíbe la curación de los hombres: es el enemigo del hombre. La creencia en la legitimidad de esa observancia y en la institución que la impone es el espíritu que siempre ha impedido al pueblo su desarrollo humano.

En Juan.
En Jn 2,16, Jesús llama al templo “una casa de negocios” ( “Dejad de convertir la casa de mi Padre en una casa de negocios”), indicando que el dios falso que ha suplantado al Dios verdadero es el dinero y la ambición de riquezas. El dios falso, el poder del dinero, es el Enemigo del hombre (el “diablo” o “Satanás”).
El enemigo es homicida y embustero (8,44): el poder del dinero es agente de mentira y de muerte. Es “padre” de los dirigentes y “padre” de la mentira (8,44); es decir, la ambición y culto del dinero da origen a dos realidades: un círculo de poder (los dirigentes) y una ideología (la mentira).
En Mateo y Juan, “el Malo” o “Perverso” (Mt 5,37; 6,13; Jn 17,15) es una denominación del Enemigo, el poder/dinero, que indica su maldad intrínseca y lo presenta como inspirador del “modo de obrar perverso” propio del mundo (Jn 7,7).

EL SIMBOLISMO DE LOS NÚMEROS EN LA BIBLIA

SIMBOLISMO DE LOS NÚMEROS.
El valor y significado de los números en los Evangelios recoge unas veces el simbolismo que se les atribuía comúnmente en la época y otras veces depende de alusiones a determinados pasajes del A.T; finalmente, pueden simbolizar la nueva realidad de Jesús.
EL UNO.
La unicidad es propia de Dios y puede expresarse con el numeral “uno/único” (gr. Heis: Mc 10,18; 12,29.32; Mt 23,9; Lc 5,21; Jn 5,44; 17,3 etc.). “Lo uno” designa en Juan la unidad que crea el Espíritu entre el Padre y Jesús (10,30), que ha de integrar también a los discípulos (17,1.21-23).
EL DOS.
Por alusión a Os 6,2: “en dos días nos dará vida”, el dos puede ser símbolo de comunicación de vida, y así se aplica a la estancia de Jesús con los samaritanos (Jn 5,40.43), a los que comunica el Espíritu (4,14). En cambio, deja pasar dos días sin ir adonde estaba Lázaro enfermo (11,6), porque éste, por ser discípulo de Jesús, poseía ya la vida definitiva.
EL TRES.
En el A.T, el número tres alude a la divinidad en Gn 18,2:” [Abrahán] alzó la vista y vio a tres hombres de pie frente a él”, en los que Abrahán reconoce a Dios.
Pero el tres indica sobre todo lo completo y definitivo (Is 6,3: el triple santo). Así, en Mt 4,1-11 y Lc 4,1-13, la triple tentación de Jesús compendia toda tentación. La triple negación de Pedro significa su renuncia total a ser discípulo (Mc 14,30 par.: “Hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces, renegarás de mí tres”). En el Evangelio de Juan, la triple negación queda reparada por la triple profesión de amistad con Jesús (Jn 21, 15-17)
“Tres días” o “al tercer día” alude a Os 6,2: “al tercer día nos resucitará”. En Mc 8,2, las multitudes paganas llevan tres días con Jesús; esto significa que ya le han dado su adhesión y han recibido de él la vida que supera la muerte. En las predicciones de la muerte-resurrección se usa constantemente la fórmula: “el tercer día (o “a los tres días”) resucitará”; más que una fecha precisa indica un breve lapso de tiempo y, en definitiva, la victoria inmediata de la vida sobre la muerte.
EL CUATRO Y SUS MÚLTIPLOS.
En el mundo clásico, el significado simbólico del número cuatro se derivó de los cuatro puntos cardinales y las cuatro direcciones del viento, y también de las cuatro estaciones y de las correspondientes constelaciones: Tauro, Leo, Scorpio y Acuario, que aparecen en la mitología babilónica como poderosas figuras que sostienen el firmamento por sus cuatro esquinas. De ahí que el número cuatro simbolice la totalidad de la tierra y del universo.
El A.T usa el número cuatro en el sentido tradicional, pero sin las connotaciones astrológicas. El cuatro simboliza así la totalidad y universalidad indeterminada o indefinida, en extensión espacial ( los cuatro vientos, los cuatro puntos cardinales) véase Ex 1,5: “En medio de éstos [los relámpagos] aparecía la figura de cuatro seres vivientes”; 37,9: “Ven, aliento, desde los cuatro vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan”; Zac 2,10: “Yo os dispersé a los cuatro vientos – dice el Señor-“; 6,5 (de cuatro carros tirados por caballos, ): “[Al macho cabrío] se le rompió el cuerno grande y le salieron en su lugar otros cuatro orientados hacia los cuatro puntos cardinales.”
Los cuatro ríos del paraíso rodean las cuatro partes de la tierra en Gn 2,10ss: “En Edén nacía un río que regaba el parque y después se dividía en cuatro brazos, etc.” Los cuatro vientos o puntos cardinales se mencionaban con frecuencia, por ejemplo, en Is 11,12: “Congregaré a los desperdigados de Judá de los cuatro extremos del orbe”, y en Jr 49,36: “Conduciré contra Elam los cuatro vientos, desde los cuatro puntos cardinales.”
Un múltiplo de cuatro, en particular “el cuarenta”, se usa como número redondo para indicar una totalidad limitada; por ejemplo, una generación o la edad de una persona (Gn 25,20: “Cuando Isaac cumplió cuarenta años tomó por esposa a Rebeca”); indica repetidamente períodos de tiempo (Gn 7,4; “Haré llover sobre la tierra cuarenta días con sus noches”); se asocia con largos períodos de sufrimiento y con la duración de fases sucesivas del plan salvador de Dios. Cuarenta años duró la travesía del desierto (Ex 16,35: “Los israelitas comieron maná durante cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada”). Cuatrocientos años equivale a diez generaciones (Gn 15,13: “Tu descendencia… tendrá que servir y sufrir opresión durante cuatrocientos años”).
Según estos datos, cuando en los evangelios aparece el número cuatro hay que preguntarse si indica alguna totalidad. Este es el caso de los “cuatro” portadores del paralítico, señalados únicamente para Marcos (Mc 2,3): “Llegaron llevándole un paralítico transportado entre cuatro”), que representan a la humanidad pagana que vive en el mundo entero. El manto de Jesús, que representa su reinado a través del Espíritu, se divide en cuatro partes por estar destinado a la humanidad entera (Jn 19,23).
Lo mismo puede decirse del “cuarenta”: Jesús está en el desierto cuarenta días (Mc 1,13; Mt 4,2; Lc 4,2), en paralelo con los cuarenta años del éxodo de Israel; los “cuarenta días” representan así el tiempo del éxodo de Jesús, es decir, la duración de su vida pública. Después de la resurrección permanece con los discípulos también “cuarenta días”, que indican el tiempo en que han de superar la prueba (Hch 1,3; cf. Dt 8,2).
“Cuatro mil”, múltiplo de cuatro, señala que el éxodo liberador significado por el reparto del pan está destinado a toda la humanidad. Así, en Mc 8,9 par.: “Eran unos cuatro mil, y él los despidió”; cf. En 8,20 el número exacto: “Cuando partí los siete [panes] para los cuatro mil.”
EL CINCO Y SUS MÚLTIPLOS.
El número cincuenta simboliza la comunidad del Espíritu; así aparece en el A.T, donde los grupos de profetas se componen de “cincuenta hombres adultos” (1 Re 18,4: “[Abdías] cogió a cien profetas y los escondió en dos cuevas en grupos de cincuenta; cf. 18,13; 2 Re 2,7: “También marcharon cincuenta hombres de la comunidad de profetas”).
Por otra parte, en los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu baja sobre los discípulos de Jerusalén el día “quincuagésimo”, significado de la palabra “Pentecostés” (Hch 2, 1-4).
En Mc 6,38 par. son cinco los panes distribuidos por Jesús, y los reciben cinco mil “hombres adultos” (la misma denominación figurada usada para los profetas del A.T, que indica la plenitud humana que produce el Espíritu); así se lee en Mc 6,44 par.: “Los que comieron los panes eran cinco mil hombres adultos”, señalando que el Espíritu/amor se ofrece y se recibe con el pan (Jn 6,33).
EL SEIS.
En relación con el “siete”, que simboliza la totalidad determinada, el seis es a menudo el número de lo incompleto. Unas veces lo incompleto equivale a lo ineficaz, como aparece en Jn 2,6, donde las seis tinajas están vacías, significando que, a pesar de sus promesas, la purificación ritual de la religión judía no restablecía la relación con Dios; otras veces lo incompleto es aquello que espera y anuncia lo completo: así, “la hora sexta” describe la entrega de Jesús en su aspecto de muerte (Jn 19,34), pero que ha de culminar en la resurrección; “el día sexto” es el de la actividad de Jesús, que ha de terminar con la creación del hombre (Jn 12,1). Las seis fiestas que aparecen en el Evangelio de Juan anuncian la Pascua definitiva, en la que se comerá la carne del Cordero de Dios (19, 28-20).
EL SIETE.
El significado cualitativo dado al número siete en toda la historia de las religiones puede tener su explicación en el asombro sentido en los orígenes por la regularidad del paso del tiempo en períodos de siete días, siguiendo las cuatro fases de la luna y, secundariamente, por otras observaciones astronómicas.
Parece que el hombre primitivo no percibía el tiempo como una secuencia lineal y sólo lo aprehendía como períodos; por eso el “siete” se convirtió en símbolo del período pleno y perfectamente completo. En Babilonia, el siete era sinónimo de plenitud, totalidad; lo mismo en hebreo, siete denota plenitud (Prov 3,10: “y tus graneros se colmarán [lit. “se llenaran siete”] de grano”). Consecuentemente, el siete es también el símbolo de la perfección.
El A.T adoptó muchos de los significados simbólicos del número siete: es el número de lo completo, de la totalidad determinada o definida; de ahí el “sábado”, que indica el descanso que sigue a la creación acabada; las fiestas que duraban siete días (Lv 23,34: “Comienza la fiesta de las Chozas, dedicada al Señor, y dura siete días”); la completa purificación se efectuaba con una séptuple aspersión de sangre (Lv 16,19): “Salpicará la sangre con el dedo siete veces sobre el altar”); la séptuple venganza es la venganza completa (Gn 4,15: “El que mate a Caín lo pagará siete veces); Dios lo ve todo con siete ojos (Zac 4,10: “Esas siete lámparas representan los ojos del Señor, que se pasean por toda la tierra”); en la edad de la salvación, el sol brillará siete veces más (Is 30,26: “La luz del Ardiente será siete veces mayor”); la vida plena del hombre son setenta años (Sal 90,10: “Aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta….”; Is 23,15: “Tiro quedará olvidada setenta años, los años de un rey”).
Un múltiplo de siete es un número redondo que incluye la totalidad (Gn 46,27: “La familia de Jacob que emigró a Egipto hace un total de setenta”; Jue 20,16: “En todo aquel ejército se alistaron setecientos hombres escogidos”). En proverbios, “siete” puede significar “todos” (Prov 26,16: “El holgazán se cree más sabio que siete [todos los] que responden con acierto”).
“Setenta” años duró la deportación a Babilonia (Jr 25,11: “Las naciones vecinas quedarán sometidas al rey de Babilonia durante setenta años”); en Dn 9,24, setenta semanas de años representan el plazo en que habría de efectuarse la salvación mesiánica (“Setenta semanas están decretadas para tu pueblo y tu ciudad santa”). Setenta ancianos se eligen para ayudar a Moisés (Nm 11,16: “Tráeme setenta ancianos, etc.”).
Según la concepción judía, vivía en la tierra un total de setenta naciones, idea basada en la tabla de Gn 10, donde se enumeran 70 pueblos (LXX: 72) (cf. Dt 32,8: “Trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios”); de ahí procede el número simbólico de los “Setenta” traductores de la Biblia hebrea en griego.
En los evangelios, las genealogías de Jesús en Mateo (1, 2-16) y Lucas (3, 23-38), a pesar de sus diferencias, están basadas en el número siete: en Mt, tres grupos de catorce, es decir, seis septenarios: Jesús comienza el séptimo. Lucas cita 77 supuestos antepasados de Jesús, once septenarios; Jesús inaugura el duodécimo. Ambos evangelistas están interesados en el cumplimiento de la historia en la persona de Jesús Mesías: Mateo, en la historia de la salvación (desde Abrahán); Lucas, en la de la humanidad (desde Adán).
En el evangelio de Juan, “la hora séptima”, en la que se cura el hijo del funcionario (Jn 4,52), indica que la comunicación de vida es efecto de la muerte de Jesús; por oposición a “la hora sexta”, que es la del rechazo y condena (19,14-16a), “la séptima” connota la entrega de Jesús como obra terminada y fuente de vida.
“Siete” es la suma de los cinco panes y los dos peces (Mc 6,44 par.: Jn 6,9) e indica la totalidad del alimento poseído por la comunidad. En el segundo reparto se habla de “siete panes” (Mc 8,5 par.), indicando además con esto que están destinados a todos los pueblos.
Una persona poseída por siete espíritus (Mt 12,43ss par.) o demonios (Lc 8,2) está totalmente poseída.
Siguiendo la idea del A.T de los setenta pueblos que componían la humanidad, en Lucas, “Setenta” discípulos constituyen el segundo grupo misionero paralelo al de “los Doce” (Lc 10,1), representando la totalidad de los pueblos de la tierra. En Hch 6,3, “los Siete”, en paralelo con “los Doce”, representan a la comunidad helenística, abierta a todos los pueblos.
De modo semejante, “siete” son los discípulos presentes en Jn 21,1, que representan a la comunidad después de la resurrección de Jesús y participan en la pesca, es decir, en la misión universal. Por oposición a “doce”, número de Israel, “siete” alude a la totalidad de los pueblos; designa en Juan a la comunidad de Jesús no como heredera de un pasado (“doce”), sino como abierta al futuro.
EL OCHO.
El simbolismo del número ocho es específicamente cristiano; los evangelistas usan este número como símbolo del mundo definitivo, más allá de la primera creación (el “siete”).
Al ser ocho las bienaventuranzas de Mateo (5, 3 -10), alude precisamente a la realización en la tierra del reino de Dios, realidad del mundo futuro.
Paralelamente, la datación “a los ocho días” en que se verifica la transfiguración en Lucas (9,28) indica que Jesús va a manifestar a los discípulos la realidad definitiva del Hombre, más allá de los límites del mundo presente.
La misma datación “a los ocho días” señala en el Evangelio de Juan la segunda aparición de Jesús resucitado a los discípulos (Jn 20,26) e indica el carácter pleno y definitivo del tiempo mesiánico, la presencia en la historia de la realidad futura; completa así el carácter de novedad y principio indicado por la denominación “el primer día de la semana” (20,19).
EL DOCE.
Toma su sentido simbólico de los doce meses; como el siete, es también un número astronómico, pero en el A.T no queda rastro de esta concepción.
Lo mismo en el A.T que en tiempo de Jesús, el doce simboliza la unidad y totalidad del pueblo elegido; entraba así como elemento esencial en la perspectiva escatológica, cuando Israel, como pueblo de doce tribus, había de ser restaurado.
El punto de origen para el número doce como símbolo de Israel se encuentra en el número de los hijos de Jacob (Gn 29,31-30,24). De ellos derivan las doce tribus (Gn 49,28: “Estas son las doce tribus de Israel”), que constituyen la totalidad de Israel. Toda la historia de este pueblo se remite al número doce constitutivo; a él aluden incluso las vestiduras sacerdotales (Éx 28,21: “[El pectoral] llevará doce piedras, como el número de las tribus israelitas”).
El número doce lleva consigo cierta connotación teológica: las doce tribus representan la condición del pueblo judío tal como la quiere el Dios de la alianza (Éx 24,4: “[Moisés] levantó un altar a la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de Israel”; cf. Jos 4,3ss; 1 Re 18,31: “[Elías] reconstruyó el altar del Señor…: cogió doce piedras, una por cada tribu de Israel, etc.”). El número doce se hizo así símbolo de la situación ideal de Israel, aun cuando las circunstancias políticas no correspondan a ella.
En la época del destierro vuelve la idea del Israel primordial y se habla de la reunión de las tribus para reconstituirlo (Is 49,6: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob”).
Aparece el número doce en Mc 3,13ss, Mt 10,1ss y Lc 6,13ss, al dar la lista de los discípulos, que representan al nuevo Israel y a quienes Jesús destina a una misión universal. En Juan, el número doce aparece por primera vez en la mención de los cestos de sobras que se recogen después del reparto de los panes (6,13; cf. Mc 6,43 par.), indicando que el reparto, es decir, la solidaridad, debe continuar hasta satisfacer el hambre de todo Israel. Juan no representa la lista de los Doce (cf. 6,67ss), aunque menciona entre ellos a Judas Iscariote (6,71) y a Tomás (20,24).
En relación con el número “doce” está el “once”. “Los Once discípulos” aparecen en Mt 28,16 en vez de “los Doce”, como consecuencia de la defección de Judas Iscariote. Dado que en Mateo el número Doce es símbolo de la comunidad cristiana en su totalidad, considerada como el nuevo Israel, el Once representa a esa comunidad con exclusión del antiguo Israel (Judas), que ha rechazado al Mesías.
A veces, cuando un evangelista quiere evitar que se atribuya valor simbólico a los números, pone un valor aproximado. Marcos, por ejemplo, señala que los cerdos que se despeñaron eran “unos dos mil” (Mc 5,13), queriendo indicar solamente un número considerable. Lo mismo Juan, al señalar la gran capacidad de las tinajas en la boda de Caná (2,6 lit.: “de dos o tres metretas cada una”, entre ochenta y cien litros) o cuando nota la notable distancia de la orilla a que se encontraba la barca de los discípulos (6,19: “habían ya remado unos veinticinco o treinta estadios”, unos cinco o seis kilómetros). Por último, una cifra aproximada para indicar la escasa distancia que mediaba entre Betania y Jerusalén (Jn 11,18: “unos quince estadios”, unos tres kilómetros).