lunes, 21 de diciembre de 2009

El hijo de la viuda de Naín.

EL HIJO DE LA VIUDAD E NAÍN
(LC 7,11-17)

El caso de la viuda de Naín es parecido, pero está referido a Israel. Vuelve el simbolismo de la viudez, que en el contexto israelita significa la ausencia de Dios.

La madre es, pues, figura de la ciudad/nación (Sión); el hijo único, figura del pueblo. Hay alusiones a dos casos del AT: la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta por obra de Elías (1 Re 17,8-24) y la del hijo de la sunamita por obra de Eliseo (2 Re 4,32-37).

La ausencia de Dios provoca la muerte del pueblo; la situación de Israel conmueve a Jesús (sentimiento divino) y detiene al pueblo en su camino hacia la muerte definitiva (el entierro).

La sirofenicia y su hija.

LA SIROFENICIA Y SU HIJA
(MC 7,24-31 PAR)

Para interpretar el caso de la sirofenicia hay que tener en cuenta el episodio del geraseno (Mc 5,2-20), donde aparecía el endemoniado, figura de los esclavos en rebelión contra una sociedad que ponía el dinero por encima del bien del hombre. En Mc 7,24-31, las figuras de la madre y de la hija representan a la misma sociedad pagana en sus dos sectores, el de los opresores (la madre) y el de los oprimidos (la hija), como lo muestra la doble afirmación sobre la hija: que estaba poseída por un espíritu inmundo (7,25) y que tenía un demonio (tres veces: 7,26.29.30), lo mismo que se había afirmado del geraseno (espíritu inmundo: 5,2. 8.12; endemoniado: 5,15.16.18).

Marcos subraya el carácter representativo de la hija usando para ellas los mismos términos que emplea para la hija de Jairo (“hijita”: 7,25; 5,23; “hija”: 7,27.29; 5,35; “chiquilla”: 7,30; 5,39.40.41).

El ciego de nacimiento.

EL CIEGO DE NACIMIENTO.
(JN 9,1-12)

El episodio del ciego de nacimiento presenta el segundo caso de ceguera en Juan (9,1ss) y se aprecian en él semejanzas al mismo tiempo que diferencias con el episodio del inválido que acaba de exponerse. En ambos se menciona una piscina, pero una es de aguas agitadas (5,7: “cuando se agita el agua”), mientras en la otra, la de Siloé, según Isaías, el agua corre mansa”). En ambos casos hay ceguera, pero en uno es ceguera culpable (5,14: “No peques más, no sea que te ocurra algo peor”) y en el otro sin culpa (9,3: “No había pecado él ni tampoco sus padres”).

Teniendo en cuenta el carácter figurado de la ceguera en los evangelios y el precedente de la ceguera en el inválido, no hace falta demostrar que también en este caso tiene el mismo sentido. Queda por ver de qué modo este personaje es representativo y a quiénes representa. El hecho de que no lleve nombre ni se indique el tiempo ni el lugar de su curación son, como se ha visto en ejemplos anteriores, indicios de que nos encontramos ante un personaje representativo.

En primer lugar, como se ha expuesto en el párrafo anterior, el sentido de la ceguera en Juan es que, por obra de “la tiniebla” o ideología de la Ley, el hombre no puede percibir el amor de Dios ni comprender su proyecto sobre el hombre; siendo esto así, el hecho de que este personaje sea “ciego de nacimiento” ha de significar que ha vivido siempre en un ambiente donde el influjo de la ideología opresora ha sido tan fuerte e indiscutido que nunca se le ha podido ocurrir que fuera posible otro modo de pensar. Se deduce ya que, al tratarse de una ceguera figurada, puede incluir a todos lo que estén en las mismas condiciones.

Pero, además de éste, el texto proporciona otro argumento, muy claro, para hacer notar que el ciego es una figura representativa. En efecto, después del encuentro con el ciego, pero antes de su curación, Jesús advierte a sus discípulos que tienen que trabajar con él realizando las obras del que lo envió (9,4), es decir, los asocia a una actividad como la que va a ejercer él. Indica con esto que la línea de liberación que él comienza con el ciego ha de ser continuada. El ciego representa, por tanto, no un individuo, cuya curación es efectuada por Jesús, sino una clase de gente a cuya liberación han de dedicarse los discípulos. Veamos si de los datos de la perícopa puede deducirse de qué gente se trata.

Según lo antes dicho, la figura del ciego muestra la de un individuo nacido y criado en un círculo donde la autoridad del sistema ha sido máxima y del que no ha salido nunca. No ha conocido más que “la tiniebla”. Como lo afirma Jesús, esto no ha sucedido por culpa propia del hombre ni por su educación familiar (9,3: “Ni había pecado él ni tampoco sus padres”), sino, si acaso, por culpa de otros. El hecho de que no haya sido culpa de sus padres significa que el ambiente de opresión en que ha vivido es ancestral, viene de generaciones atrás.

También este hecho hace ver que no se trata simplemente de un individuo particular, sino de grupos dentro de Israel que nunca han tenido la posibilidad de conocer algo distinto de lo que han encontrado en su entorno social; es gente, en consecuencia, que no desea ni espera curación, que dan por bueno lo único que conocen. De hecho, la condición humana del individuo se describe como la de “mendigo” (9,8), es decir, la del que no tiene medios de vida ni posibilidad de procurárselos; en su sociedad, vive de limosna, absolutamente dependiente de los demás. Esto lo asimila a una condición social ínfima, donde el hombre está privado de la condición humana.

El inválido de la piscina tenía esperanza, aunque fuera engañosa, de salir de su estado (5,7: el agua que se agitaba); éste no tiene esperanza porque no vislumbra siquiera la posibilidad de un cambio. No hay “bueno por conocer”.

La obra de Jesús con él consiste en mostrarle lo que puede ser el hombre, poniéndole por modelo su misma persona. Jesús escupe en tierra y “hace barro” con su saliva. Las palabras “polvo/arcilla”, “barro” (la arcilla mezclada con agua) son las que se usaban para describir la creación del hombre. Al usar el “barro”, Jesús reproduce simbólicamente esa creación. Pero no emplea agua para hacer el barro, sino su propia saliva.

De este modo, hay un elemento preexistente, la tierra, como en la creación del primer hombre; pero otro elemento, la saliva, que es personal de Jesús (9,6: “escupió en tierra”). En aquel tiempo, y aun hoy en ciertas culturas, se pensaba que la saliva, líquido orgánico de la persona, transmitía la propia fuerza o energía vital. La fuerza de Jesús es el Espíritu. La imagen de hombre que Jesús va a poner ante los ojos del ciego no es, por tanto, la de un hombre cualquiera, sino la del hombre, que es el mismo Jesús, la del Hombre-Dios (tierra-Espíritu), la del modelo de hombre, según el proyecto de Dios.

En conclusión: El ciego de nacimiento representa a ciertos grupos de ínfima condición social que viven en absoluta dependencia de los demás y que no aspiran a otra condición por no haber conocido nunca las posibilidades del hombre ni lo que significa serlo.

Jesús y, tras él, sus discípulos han de presentar a estos grupos lo que significa ser hombre en su máxima expresión, realizada en Jesús, para que puedan optar por ese ideal y salir así de su miserable estado.

domingo, 20 de diciembre de 2009

El paralítico de la piscina.

EL PARALÍTICO DE LA PISCINA.
(Jn 5,1-9a)

El evangelio de Juan presenta la curación de un paralítico, pero en un contexto y de un modo muy diferente de los sinópticos. El episodio se encuentra en Jn 5,1-9a. Hay que preguntarse si también ese paralítico es un simple individuo o, de algún modo, una figura representativa del pueblo.

Para establecerlo hay que prestar atención a las delicadas marcas que pone Juan en la introducción del episodio. En primer lugar, la alusión a las ovejas: “Hay en Jerusalén, junto a la Puerta Ovejera” (5,2); esta puerta existía en Jerusalén (cf. Neh 3,1.32), y por ella entraban los rebaños en la ciudad; pero en su texto, el evangelista suprime la palabra “puerta” y deja solamente el adjetivo “Ovejera”, quitando así a la expresión todo aspecto de movimiento; el sentido queda limitado a “el lugar de las ovejas”, que utilizará más adelante en el evangelio (10,1ss), donde las ovejas son explícitamente figura del pueblo. Insinúa así Juan que la muchedumbre mencionada a continuación (5,3) representa al pueblo.

Para describir la piscina, Juan dice que tenía cinco “pórticos”, detalle histórico, pero completamente innecesario para el desarrollo de la narración que sigue. Sin embargo, la palabra “pórtico” es clásica para designar los soportales del templo (10,23: “el pórtico de Salomón”). Hay, pues, alguna relación entre la piscina y el templo: el templo explotador (2,16: “no convirtáis la casa de mi Padre en una casa de negocios”) es el lugar de la fiesta religiosa y el reducto de los dirigentes (5,1: “era la fiesta de los Judíos”); la piscina es el ámbito del pueblo (las ovejas), circundado por el templo (los pórticos), donde se enseñaba y desde donde se imponía la Ley, contenida en los cinco libros de Moisés (“cinco pórticos”). Juan aprovecha así un dato histórico para fundar un sentido figurado.

El paralítico forma parte de la muchedumbre del pueblo que yacía en los pórticos. Todos son enfermos, pero no de enfermedades diferentes, sino que, según la construcción del texto, todos padecen tres invalideces: todos son ciegos, todos están tullidos y todos están resecos o faltos de vida (5,3: “En ellos [ en los pórticos ] yacía una muchedumbre, los enfermos: ciegos, tullidos, resecos”). El hecho históricamente imposible de que todos padeciesen de las tres cosas da a la enfermedad un sentido figurado.

La ceguera, como ya se ha visto, es figura de la falta de comprensión, de la obcecación de la mente. En Juan, la ceguera es consecuencia de “la tiniebla” (1,5), símbolo de la ideología de la Ley, que impide conocer el amor de Dios por los hombres y la calidad y libertad a la que Dios llama al hombre. El pueblo, por tanto, está ciego por su sumisión a la Ley/tiniebla. “Tullido” es el que no tiene libertad de movimientos ni de acción; es la Ley la que, programando la vida del hombre lo priva de iniciativa. “Resecos”, sin vida, alude a la visión de los huesos secos o calcinados de Ez 37,1-14, que eran figura del pueblo sin vida. Así representa Juan la situación del pueblo, en contraste con la fiesta oficial.

La presencia de Jesús en este lugar recuerda el texto de Zac 10,2-3 (LXX): “Por eso fueron arrebatados como ovejas y maltrechos, porque no había curación… pero yo me cuidaré de los corderos y visitaré al Señor… su rebaño.”

En este contexto aparece la figura del enfermo que va a curar Jesús. Es uno de la “muchedumbre de enfermos” (5,4) y hay que ver si los representa a todos. Para ello, veamos el primer dato que da Juan sobre él: es que “llevaba treinta y ocho años en su enfermedad”. Extraña la precisión de la cifra; bastaba haber dicho “mucho tiempo”. Sin embargo, se descubre que esta cifra es la que da el libro del Deuteronomio para indicar que todos lo que salieron de Egipto murieron en el desierto (Dt 2,14: “anduvimos caminando treinta y ocho años, hasta que desapareció del campamento toda aquella generación de guerreros, como les había jurado el Señor. La mano del Señor pesó sobre ellos hasta que los hizo desaparecer del campamento. Y cuando, por fin, murieron los últimos guerreros del pueblo, el Señor me dijo: “Hoy vas a cruzar la frontera de Moab por Ar {la frontera de la tierra prometida]”).

El paralítico representa, pues, al Israel que nunca consiguió llegar a la tierra prometida. Es así figura representativa de todos los enfermos, es decir, del pueblo sometido y sin vida, descrito como “muchedumbre”.

martes, 8 de diciembre de 2009

NATANAEL, Y EL DISCÍPULO PREDILECTO.

NATANAEL Y EL DISCÍPULO PREDILECTO.
(Jn 1,45-51; 13,23-35, etc).

Las dos figuras femeninas que, en el Evangelio de Juan bajo la figura de “la esposa”, representan al pueblo de la antigua alianza y a la comunidad de Jesús tienen cada un correspondiente masculino: Natanael, para el pueblo de la antigua alianza, y el discípulo predilecto, para la nueva comunidad.

Natanael es una figura enigmática que aparece en el Evangelio de Juan solamente antes de que comience la actividad de Jesús (1, 45-51) y después de su muerte-resurrección (21,2). Su carácter representativo del Israel fiel (igual al de la Madre de Jesús) está indicado por la frase de Jesús “Antes que te llamara Felipe, estando tú bajo la higuera, me fijé en ti” (1, 48), palabras que aluden a la elección de Israel, tal como la expresaba Os 9,10: “Como racimo en el desierto encontré a Israel, como breva en la higuera me fijé en sus padres”, adaptándola al contexto. Esto significa que la antigua elección hecha por Dios, Jesús la renueva para el Israel que se ha mantenido fiel (1,47: “Mirad a un israelita de veras, en quien no hay falsedad”).

Natanael, nombre de este personaje, significa “Dios ha dado”, y alude al favor de Dios del que procedió la elección de Israel (Dt 4,7; 7,7s; 10,15). Otra prueba de su carácter representativo es que, en la última frase de la perícopa, Jesús le habla en plural (1,51: “Jesús le dijo: “Si, os lo aseguro. Veréis…”.

La correspondencia con la madre de Jesús en cuanto personaje representativo la indica Juan cuando en la lista de discípulos que van a pescar llama a Natanael “el de Caná de Galilea” (Jn 21,2; cf. 2,1), dato no proporcionado en la presentación inicial de este personaje (1,54ss). Caná es el lugar donde apareció por primera vez en el evangelio la figura de la madre de Jesús; de este modo conecta Juan las dos figuras. El significado de “Caná” en hebreo, “adquirir, crear”, parece aludir al “pueblo adquirido, creado por Dios” (Éx 15,16; Dt 32,6; Sal 72,4), representado tanto por Natanael como por la madre de Jesús.

Veamos la segunda correspondencia o equivalencia entre personajes representativos. También a María Magdalena, figura de la esposa o nueva comunidad, corresponde un personaje masculino, el discípulo predilecto, cuyo nombre nunca se menciona. Aparece por vez primera en la Cena (13,23ss) asociado al a figura de Simón Pedro, y a partir de ese momento, otras cinco veces, cuatro al lado de Pedro (18,5s; 20, 2-10; 21,7.20ss) y una al pie de la cruz (19,26).

El adjetivo “predilecto” traduce dos expresiones griegas: “al que Jesús amaba” y “al que Jesús quería”, de las que la primera denota el amor y la segunda amistad. Los términos “amor” y “amistad” son los mismos que se usan para indicar la relación de Jesús con Lázaro, de lo que se deduce que el discípulo predilecto, en su relación con Jesús, es figura de todo discípulo y de la comunidad. “El amigo de Jesús” es así el personaje masculino que corresponde al femenino María Magdalena, la que, como personificación de la comunidad, representa el papel de “esposa”. Es, por tanto, una figura ideal, representativa de la comunidad de Jesús, es decir, de la humanidad nueva.

Por eso, al pie de la cruz su figura se intercambia con la de María Magdalena. En efecto, al principio se encuentran la madre de Jesús y María Magdalena, representando, respectivamente, al antiguo pueblo y a la nueva comunidad (19,25); un momento después aparecen, en cambio, sin previo aviso, la madre y el discípulo predilecto, de quien no se había dicho que estuviese allí (19,26s). El valor representativo de los personajes sigue siendo el mismo: la madre, el antiguo pueblo fiel, queda integrada en la casa del discípulo, es decir, en la comunidad nueva (19,26: “Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa”).

Si la comunidad receptora del evangelio identifica al discípulo predilecto con el autor del evangelio (21,24), quiere decir que ve realizado en éste el ideal propuesto por la figura de aquél.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La samaritana y maría magdalena.

La Samaritana y María Magdalena.
(Jn 4,4-30; 19,25; 20,11-18)

Hay en el evangelio de Juan otras dos mujeres a quienes Jesús se dirige con el apelativo “mujer/esposa”. ¿Podemos aplicar a estos casos el mismo principio aplicado a la madre de Jesús? Sin duda alguna.

La samaritana aparece como una mujer que ha tenido cinco maridos y ue el que tiene entonces no es su marido (Jn 4,17s). Atendiendo al lenguaje de los profetas, es la “esposa adúltera” o “prostituida” (Ez 16,15: “te prostituiste con el primero que pasaba”; Os 2,4: “Pleitead con vuestra madre, pleitead, que ella no es mi mujer ni yo soy su marido, para que se quite de la cara sus fornicaciones y sus adulterios de entre los pechos”), es decir, el Israel que ha abandonado al verdadero Dios para seguir a otros dioses. Representa a Samaría, esposa infiel de Dios (Jr 2,6: “¿Has visto lo que ha hecho Israel [ = Samaría, el reino de Israel], la apóstata? Se ha ido por todos los montes altos y se ha prostituido bajo todo árbol frondoso [cultos idolátricos en las colinas y bosques]”; se contrapone a la madre de Jesús, “la esposa fiel”. Como en el libro de Oseas, que constituye el trasfondo del episodio de la samaritana, Jesús “le habla al corazón” para que vuelva al amor primero (Os 2,16).

María Magdalena es el tercer personaje que recibe de Jesús el apelativo “mujer” (Jn 20,15: “Mujer, ¿por qué lloras?”). María tiene nombre propio y en este evangelio aparece por primera vez al pie de la cruz, junto con la madre de Jesús, nombrada como “María la de Cleofás” (Jn 19,25: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre: María la de Cleofás y María Magdalena”).

En esta ocasión, de nuevo llama Jesús a su madre “mujer” (19,26), recordando la escena de Caná; la madre sigue, pues, representando al pueblo fiel de la antigua alianza, la esposa fiel de Dios, y aparece aquí por última vez en este evangelio. María Magdalena, en cambio, aparece por primera vez, y en la escena en el huerto/jardín (20, 11-18) es llamada “mujer/esposa” por Jesús; ella, a su vez, se refiere a él llamándolo “mi señor” (20,13), modo como las mujeres designaban a sus maridos (ahora, en España, es el marido el que llama a la mujer “mi señora”).

María Magdalena es en este evangelio (no en los otros tres, donde presenta rasgos diferentes) figura de la nueva comunidad, la que tiene su origen en la cruz de Jesús, desde donde fluye el Espíritu. Esta nueva comunidad, la humanidad nueva, tiene con Jesús la relación de amor y fidelidad que los profetas habían formulado en términos nupciales (esposo-esposa). La identidad de nombre de las dos mujeres (María) y el hecho de ser presentadas como hermanas (Jn 19,25), señala la igualdad que ha de regir en la relación de la comunidad antigua con la nueva.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La madre de Jesús.

La madre de Jesús
(Jn 2, 1-11)

En el Evangelio de Juan, en el episodio de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), aparece la figura de la madre de Jesús, pero sin nombre (2,1.3.5). Como se ha dicho, la omisión del nombre es una de las señales para identificar a los personajes representativos; con ella quedan desdibujados los rasgos personales, y permite extender a otros los rasgos de categoría que aparecen en el caso concreto.

No solamente eso. Al dirigirse a Jesús, la madre no lo llama “hijo”. Tampoco Jesús la llama “madre”, sino “mujer”, apelativo que no se usa nunca en el AT ni en la literatura judía para dirigirse a la propia madre.

El valor representativo de la figura de la madre se desprende precisamente del uso del apelativo “mujer”, que, como en español, significa en griego, además de la persona de sexo femenino, la mujer casada. “Mujer” equivale así a “esposa”. ¿Qué puede querer decir Jesús al llamar a su madre “esposa”? Resulta claro del contexto, si se tiene en cuenta el lenguaje de los profetas hablando de la relación de Dios con Israel como pueblo:

- Is 54,5s: “El que te hizo te tomará por esposa; su nombre es el Señor de los ejércitos. Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como esposa de juventud, repudiada, dice tu Dios.”
- 62,5: “Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo.”
- Jr 2,2: “Así dice el Señor: - Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierra yerma-“.
- Ez 16,8: “Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; … te comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del Señor- y fuiste mía.”
- Os 2,18: “Aquel día - oráculo del Señor- me llamarás Esposo mío.”

De este lenguaje resulta claramente que “la boda” es símbolo de la alianza; en el texto de Juan, símbolo de la alianza antigua, en la que está la madre de Jesús (2,1), pero a la que Jesús no pertenece, es sólo invitado (2,2). Dentro del ámbito de la antigua alianza, la madre (= el origen) de Jesús representa, pues, a “la esposa de Dios”, es decir, al grupo de israelitas que han sido fieles a la alianza y que constituyen el verdadero Israel.

Muchos son los datos de la perícopa que confirman esta interpretación, pues las alusiones a la antigua alianza son incesantes.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El centurión y el criado.

El centurión y el criado.
(Mt 8,5-13)

El centurión pagano es presentado por Mateo (8,5-13) y Lucas (7,2-10) como una figura noble. Se trata de ver si es un personaje representativo.

Como pagano, el centurión era para los judíos “impuro”, es decir, inaceptable para Dios; ningún judío observante dirigía la palabra a paganos ni mucho menos entraba en su casa, por miedo a contraer impureza. Este episodio está en la línea del leproso, pero amplía su horizonte; en el caso del leproso, Jesús declaraba injusta la marginación dentro del pueblo judío; en el del centurión se pronuncia en contra de la discriminación de los paganos.

Como en otros episodios (la hija de Jairo, la cananea, la viuda de Naín), aparecen dos personajes (ambos sin nombre) en relación mutua: el centurión y “su chico”, palabra que puede significar “hijo” o “criado”; dado que Lucas hace equivalente “siervo” y “chico” (Lc 7,2.7.10), elegimos “criado”. Sin embargo, en este episodio, la figura del criado sirve sólo para poner de relieve la fe del centurión y su eficacia.

La palabra “centurión”, derivada de “ciento”, se presta para representar a un colectivo. Pero el carácter representativo de este personaje aparece por las palabras de Jesús, que pondera su fe, muy superior a la de los judíos, y la ve como primicia de la fe de muchos (Mt 8,11: “Os digo que vendrán muchos de Oriente y de Occidente, etc”). La fe del centurión no es sólo suya, y él se convierte así en representante de los numerosos paganos que en el futuro creerán en Jesús.

El hecho de que, contra lo que suele suceder con los personajes representativos, el episodio tenga una localización precisa, en Cafarnaún, ciudad de población mezclada judía y pagana, insinúa que el éxito posterior del mensaje de Jesús entre los paganos tuvo algún principio durante su vida pública.

La mujer del perfume.

La mujer del perfume.
(Mc 14,3-9)

En contraste con la figura de la viuda, que expresa la privación de Dios que sufría el pueblo fiel, aparece otra figura de mujer, también en papel de esposa, que unge la cabeza de Jesús, el Esposo. La perícopa se encuentra en dos evangelios sinópticos (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13), tienen un paralelo en Juan (Jn 12,1-8) y otro más lejano en Lucas (Lc 7,36-50).

La escena es conocida. He aquí el texto de Marcos: “Estando él en Betania, en casa de Simón el leproso, llegó una mujer llevando un frasco de perfume de nardo auténtico de mucho precio; quebró el frasco y se lo fue derramando en la cabeza.” El simbolismo nupcial del perfume se ha expuesto antes. Allí aparece que la mujer representa a la parte de la comunidad de Jesús que verdaderamente lo sigue, dispuesta a llegar con él hasta el don de la propia vida.

domingo, 25 de octubre de 2009

La viuda pobre.

LA VIUDA POBRE
(Mc 12,41-44 par.)

Entre las diversas mujeres que tienen un papel destacado en los evangelios hay una que despierta especial simpatía: la “viuda pobre”, que echa su limosna en el templo y a la que Jesús pone por modelo a los discípulos (Mc 12,41-44; Lc 21,1-4).

¿Se trata de un simple recuerdo histórico o de un personaje representativo? Veamos en primer lugar dónde se coloca este episodio en el Evangelio de Marcos, cuyo texto seguimos.

La perícopa de la viuda termina la sección que narra la actividad de Jesús en el templo, comenzada con un tríptico en el que, bajo la figura de la higuera, se habla de la esterilidad de Israel (11,12-14.20-25) y se denuncia el templo como “cueva de bandidos” por la explotación económica que ejerce sobre el pueblo (1,15-19). En la perícopa final de la sección, la de la viuda, aparece de nuevo el tema del templo, que absorbe el dinero de ricos y pobres (12,41s: “la gente iba echando monedas en el Tesoro; muchos ricos echaban en cantidad. Llegó una viuda pobre y echó dos ochavos, que hacen un cuarto”). La calificación de “pobre” identifica a la mujer con las capas sociales más desprovistas.

Pero ¿basta pensar que se trata de un ejemplo de pobre que refleja una realidad social del tiempo, o hay que ver en la viuda una auténtica figura representativa? La clave para resolver la cuestión se encuentra precisamente en el apelativo “viuda”, que pertenece al sistema simbólico de esposo-esposa, tan frecuente en el AT y en los evangelios.

La “viuda” es la mujer/esposa que carece de esposo. El término para aludir a un texto de Jeremías, donde el profeta rechaza la viudedad del pueblo, afirmando que su Dios/esposo está con él (Jr 51,5: “Porque Israel y Judá no están viudas de su Dios”). El texto de Marcos indica lo contrario: si en la época del profeta, Dios estaba cerca de su pueblo, no sucede lo mismo ahora; el pueblo no experimenta la cercanía de su Dios, porque es precisamente el templo explotador el obstáculo que se interpone entre Dios y el pueblo. Un templo que, en nombre de Dios, saca el dinero incluso a los pobres no manifiesta, sino que oculta el rostro de Dios. Ahí está la tragedia de la viuda/pueblo: haciendo lo más que puede para acercarse a su Dios, no lo consigue, pues Dios no está en el templo.

La viuda pobre es, por tanto, una figura representativa del Israel verdadero, de “los pobres de Yahvé”, fieles a su Dios. Su fidelidad es total, como lo expresa el paralelo entre la totalidad del don de la viuda (12,44: “ha echado todo lo que tenía, todos sus medios de vida”) y el contenido del primer mandamiento de la Ley, mencionado poco antes (12,30: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”). El pueblo fiel (“la esposa”) constituido por la gente humilde (“pobre”), que se entrega totalmente a su Dios (“todo”), se encuentra privado de él (“viuda”), por haber sido ocultado por la institución religiosa.

miércoles, 7 de octubre de 2009

El ciego Bartimeo.

EL CIEGO BARTIMEO
(MC 10,46b-52 par)

Ya se ha tratado ampliamente de la ceguera como figura de la obcecación de la mente y del ciego de Betsaida, que encarnaba la resistencia de los discípulos a ver en Jesús al Mesías, a pesar de las señales que había realizado en los episodios de los panes (Mc 8,22b-26). Los tres sinópticos presentan otra figura de ciego, al que Jesús devuelve la vista a la salida de Jericó (Mc 10,46b-52; Mt 20, 29-34, dos ciegos; Lc 18,35-43). La narración más rica en detalles es la de Marcos, el único que da un nombre (o más bien un apellido) al ciego (10,46b: “el hijo de Timeo, Bartimeo); la seguimos en la exposición para determinar el carácter representativo del personaje.

El hecho de que ya una vez la figura de un ciego haya servido para representar la mala disposición de los discípulos puede hacer suponer que también este ciego es figura de ellos. Examinemos el contexto anterior del evangelio para ver si esta suposición se justifica.

La curación del primer ciego, es decir, el abrir la mente a los discípulos, permitió a éstos comprender que Jesús era el Mesías (Mc 8,29), pero de una manera distorsionada, como lo prueba el hecho de que Jesús les prohibiera terminantemente comunicarlo a nadie (8,30: “Pero él les conminó a que no lo dijeran a nadie”). Por otra parte, la oposición de Pedro al destino anunciado por Jesús y la fortísima increpación de Jesús a Pedro (8,33: “Satanás”) muestran que la idea mesiánica de los discípulos era equivocada.

En su actividad, los discípulos fracasan, pues no consiguen liberar al epiléptico/pueblo (9,18.28); muestran ambición, que Jesús ha de corregir (9,34s), e intransigencia (9,38s; 10,13s); no entienden la necesidad de la renuncia a la riqueza (10,23-27) y, cuando Jesús acaba de anunciar la suerte que le espera en Jerusalén (10,32-34), dos de ellos, Santiago y Juan, vuelven a manifestar la ambición de honor y de poder (10,35-37), provocando la indignación de los otros diez (10,41), que alimentaban la misma ambición (cf. 9,34: “en el camino habían discutido entre ellos quién era el más grande”).

Toda esta incomprensión se debe a no haber aceptado el mesianismo de Jesús, esperando, en cambio, un Mesías que tomase el poder en Jerusalén. En el Evangelio de Marcos, la ideología del Mesías triunfante se condensa en el título “el Hijo de David” (cf. 11,10; 12,35-37), en oposición al “Mesías Hijo de Dios” (1,1).

Teniendo en cuenta estos datos, se ve que la primera curación de la ceguera no había bastado: los discípulos habían reconocido que Jesús era el Mesías, pero lo habían identificado con el Mesías victorioso de la expectación popular, y eran refractarios a los numerosos avisos de Jesús. Teniendo la concepción de un Mesías de poder, también ellos aspiraban al poder y rivalizaban por obtenerlo (9,34; 10,37.41).

Jesús convoca a los discípulos y les tiene una instrucción muy explícita en la que compara la idea que ellos se hacen del Mesías a los regímenes opresores vigentes entre los paganos (10,42ss: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad, No ha de ser así entre vosotros; al contrario…”). A continuación aparece la figura del ciego, que se dirige a Jesús anteponiendo al nombre propio el título de “Hijo de David” (10,47: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”; 10,48: “Hijo de David”); muestra así que el obstáculo que les impide percibir la calidad del mesianismo de Jesús es la ideología del Mesías poderoso.

Ya de estos datos puede deducirse con facilidad que el ciego representa de nuevo a los discípulos, pero el evangelista añade una serie de marcas que hacen más que evidente la identificación. En primer lugar, como en los casos de la hija de Jairo (5,41: “Talitha, qum”) y del sordo (Mc 7,34: “Effatá”), el hecho de que Marcos inserte dos palabras arameas en la escena (10,46ª: “Bartimeo; 10,51: “Rabbuni”) indica que la escena se refiere de algún modo a Israel.

Hay además una serie de paralelos con la perícopa de los dos Zebedeos, Santiago y Juan, que han mostrado su ambición de poder. Los hermanos pedían a Jesús “sentarse” uno a su derecha y otro a su izquierda (10,37); el ciego “está sentado” (10,46b), “el día de tu gloria”, el de la subida al trono (10,37), corresponde a la denominación “Hijo de David”, que denota al Mesías triunfante (10,47); la pregunta de Jesús en ambas ocasiones es idéntica (10,36: “¿Qué queréis que haga por vosotros?; 10,51: “¿Qué quieres que haga por ti?”); la advertencia de Jesús “No sabéis lo que pedís” (10,38) equivale a la ceguera.

Otra marca muy significativa es la indicación del lugar donde está el ciego, “junto al camino” (10,46b); es la expresión que había usado Jesús en la parábola del sembrador para designar a los que reciben el mensaje, pero cuya actitud interior lo neutraliza (4,3: “algo cayó junto al camino”; 4,15; “éstos son “los de junto al camino”; aquellos donde se siembra el mensaje, pero, en cuanto lo escuchan, llega Satanás [el poder que tienta al hombre] y les quita el mensaje sembrado en ellos”). El ciego es uno que está “junto al camino”; es decir, uno en quien la ideología y la ambición de poder (como la que han manifestado los Zebedeos) hace que el mensaje de Jesús no arraigue en ellos.

Es muy curioso que, tratándose de personajes representativos, que aparecen de ordinario anónimos, Marcos identifique al ciego por su apellido, que, además, repite, poniéndolo en griego y en arameo (10,46b: “el hijo de Timeo, Bartimeo”). La repetición indica la importancia del dato y hace sospechar que no se trata de simple genealogía.

En primer lugar, como se verá más adelante, el término griego/arameo que se traduce “hijo” significa muchas cosas distintas en el lenguaje del AT y de los evangelios, entre ellas “discípulo” o “partidario”; baste citar un ejemplo: en 1 Re 20,23 y 2 Re 2,3 se encuentra literalmente la expresión “los hijos de los profetas”, que significa, en realidad, “los discípulos de los profetas” o “los miembros de la comunidad de profetas”. Aquí, por tanto, es posible que el término signifique discípulo o partidario, no hijo “de Timeo”.

Esta posibilidad se convierte en certeza si se examina el significado de este nombre. En efecto, “Timeo” significa en griego (timaios) “apreciado, honrado, estimado”. Ahora bien: en la escena de la sinagoga “de su tierra” (6,1b-6), Jesús había dicho: “Sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa es despreciado un profeta” (6,4). La palabra “despreciado” (atimos) se opone a “apreciado” (“Timeo”). Si Jesús es el “despreciado”, el “apreciado” ha de ser alguien que sea el opuesto a él, en concreto, el “Hijo de David”, el Mesías triunfador, como lo expresará inmediatamente después la invocación del ciego ya citada (10,47.48). El ciego es, por tanto, un “partidario” del Apreciado”, del Mesías Hijo de David.

De este examen aparece claramente cómo los diferentes detalles coinciden para caracterizar al ciego como figura de los discípulos, que no se habían desprendido de su ideal de Mesías triunfador y a los cuales la ambición de poder había impedido asimilar el mensaje de Jesús.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El chiquillo.

EL CHIQUILLO.
(Mc 9,33b-37 par)

Otra figura representativa importante es la del “chiquillo” o “los chiquillos”. Esta figura aparece en Marcos por primera vez en 9,36 (cf. Mt 18,1-5; Lc 9,46-48), después que ha quedado patente la ambición de los discípulos (9,34: “En el camino habían discutido entre ellos quién era el más grande”), que no han renunciado a las categorías de prestigio y poder propias del ambiente judío (cf. 12,38s). Como acaba de indicarse, “los discípulos representan en Marcos a los seguidores de Jesús procedente del judaísmo, y se identifican con “los Doce”, denominación que los presenta como el nuevo Israel.
Para corregir su ambición enuncia Jesús un principio: “Si uno quiere ser el primero, ha de ser el último de todos y servidor de todos” (9,35), es decir, ha de renunciar a toda ambición personal (último) y demostrarlo en la práctica (servidor). Este principio no es más que una nueva formulación de la primera condición del seguimiento (8,34: “Si uno quiere venirse conmigo, reniegue de sí mismo”, o sea, renuncie a toda ambición), que refleja la actitud de Jesús mismo.
Enunciado el principio, Jesús, sentado como está (9,35b), “coge a un chiquillo” (9,36), que, por tanto, está a su lado. La cercanía del chiquillo simboliza su adhesión incondicional a Jesús y su actitud igual a la de Jesús.
Pone al “chiquillo” en medio (centro de atención), proponiéndolo a los Doce como modelo; ahora bien: si es modelo del principio que acaba de enunciar, es que se trata de un “chiquillo”, que es último de todos (por su edad) y servidor de todos (por su oficio); es un criadito. De hecho, la palabra griega paidíon, que designa al chiquillo, significa también “esclavito, criadito”.
No se trata, pues, de un “chiquillo” cualquiera. De hecho, a continuación habla Jesús de “esta clase de chiquillos” (9,37: “el que acoge a un chiquillo de éstos”), indicando que poseen alguna característica además de la corta edad. Dado que el texto no añade ningún otro rasgo caracterizante fuera del significado del término mismo, el rasgo particular de “esta clase de chiquillos” no es otro que su calidad de servidores.
La denominación “criadito/chiquillo” es así un modo de designar a los que siguen de cerca de Jesús, porque tienen su misma actitud de servicio. Por contraste con “los Doce”, “el chiquillo” es figura del grupo de seguidores de Jesús que no proceden del judaísmo; por eso está “en la casa/hogar”, figura de la nueva comunidad.
Al seguidor que tiene su misma actitud Jesús lo abraza, gesto de amor e identificación (3,35: “cualquiera que cumpla el designio de Dios [=seguir a Jesús], ése es hermano mío y hermana y madre”).
En el dicho siguiente (9,37) se habla de “acoger a un chiquillo de éstos”, usando el verbo empleado para la misión (6,11: dékhomai); en ella, estos “chiquillos”, que tienen la misma actitud de Jesús, hacen presente a Jesús y a Dios mismo (“El que acoge a un chiquillo de éstos como si fuera a mí mismo, me acoge a mí, etc.”). Los “chiquillos” son, por tanto, enviados de Jesús como los Doce, y la denominación “chiquillo/servidor” indica la actitud con que esos seguidores ejercen la misión.

En resumen: El “chiquillo” representa a un grupo (9,37: “uno de tales chiquillos”) que manifiesta su seguimiento siendo último y servidor de todos (9,35), a semejanza de Jesús. Por eso se encuentra en la casa/comunidad (9,33b) y cercano a él (9,36). No pertenece, sin embargo, a “los Doce”, es decir, no forma parte del Israel mesiánico (3,13.15). Representa, por tanto, a los seguidores no israelitas, que, bajo la denominación “los que estaban en torno a él”, han sido contrapuestos a los Doce en 4,10: “Los que estaban en torno a él le preguntaron con los Doce la razón de usar parábolas.”

El sordo y el ciego.

EL SORDO Y EL CIEGO.
(Mc 7,32-37; 8,22b-26)

Aparecen en Marcos dos curaciones narradas de modo muy paralelo: la primera, de un sordo (Mc 7,32-37); la segunda, de un ciego (8,22b-26). Las frases iniciales de ambas son muy parecidas (7,32: “Le llevaron un sordo tartamudo”; 8,22b: “Le llevaron un ciego”); en ambos casos usa Jesús la saliva (7,33; 8,23); en ambos casos se alude al texto de un profeta, que se refiere a un éxodo; en cada caso emplea el evangelista dos términos griegos diversos para designar “los oídos” (7,33: ta ôta, “las orejas”, los órganos; 7,35: hai akoái “”los oídos”, el sentido) o “los ojos” (8,23: ta ómmata, término poético de significado más sicológico; 8,25: hoy ophthalmói, los órganos). El paralelo entre las dos figuras resulta así evidente.
En el primer caso, el uso de la palabra “tartamudo”, muy rara en griego, unida a “sordo”, pone el texto en relación con Is 35,5s, donde se dice que en el éxodo de Israel fuera de Babilonia, guiado por Dios mismo, los sordos oirán y los tartamudos hablarán claramente. La figura del sordo-tartamudo representa, pues, de alguna manera, a Israel, que es liberado de una esclavitud.
Cumplido su papel de aludir a Isaías, la palabra “tartamudo” es sustituida al final de la perícopa por el simple “mudo” (7,37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”). En este episodio hay además otra marca puesta por el evangelista: el uso de una palabra aramea (7,34: “Effatá”, esto es, “ábrete”); cuando Marcos usa palabras arameas significa que lo que describe tiene referencia a Israel.
Por lo que hace al caso del ciego, la frase “cogiendo de la mano al ciego lo sacó de la aldea” calca la de Jr 31,32: “cuando cogí de la mano a Israel para sacarlo de Egipto”. Si, al comparar el texto de Marcos con el del profeta, “la aldea” aparece en paralelo con Egipto y representa por ello un lugar de opresión, el ciego, a su vez, ha de estar en paralelo con Israel y de algún modo representarlo.
Hay que tener en cuenta además el reproche que Jesús dirige a los discípulos inmediatamente antes (8,18: “¿Teniendo ojos no veis?”), que se refiere a la ceguera de la mente; por otra parte, existe un claro paralelo entre los dos pasos de la curación del ciego (8,23-24.25) y las dos preguntas de Jesús a los discípulos en el episodio siguiente (8,27.29).
Ambos personajes son, por tanto, representativos de Israel, y en los dos casos se trata de una liberación. Conociendo el evangelio de Marcos, donde el antiguo Israel ha quedado sustituido por el nuevo (3,13-19), representado por los Doce/los discípulos, se percibe que en ambos episodios aparece el esfuerzo de Jesús por liberar a los Doce, es decir, a sus seguidores procedentes del judaísmo, de los obstáculos que les impiden entender su mensaje o comprender la calidad de su persona.

La mujer con flujos y la hija de Jairo.

LA MUJER CON FLUJOS Y LA HIJA DE JAIRO.
(Mc 5,21-6,1a Par)

En este episodio, registrado por los tres evangelios sinópticos (Mc 5,21-6,1a; Mt 9,18-26; Lc 8,40-56), la escena de la mujer con flujos (Mc 5,24b-34 par.) se intercala entre el principio (5,21-24a) y el fin de la narración sobre la hija de Jairo (5,35-6,1a); aparecen en él dos personajes femeninos distintos, pero, como se verá, relacionados entre sí.
Como en otros casos, Marcos pone las señales necesarias para indicar la referencia de los personajes al pueblo judío o a una parte de él. Así, en el episodio de la mujer con flujos aparece el número “doce”, característico de Israel, para indicar los años de enfermedad de la mujer (5,25: “Una mujer que llevaba doce años con un flujo de sangre”). Poco después, el mismo número “doce” designa la edad de la hija de Jairo (5, 42: “tenía doce años”). Nótese que ni la mujer ni la niña llevan nombre ni se precisa el lugar donde tienen lugar los sucesos.
Ambos personajes femeninos tienen, pues, un valor representativo relativo a Israel. Cuál es éste se deduce del contexto. Por su enfermedad, la mujer con flujos de sangre (Mc 5,24b-34) está en perpetuo estado de impureza, y no hay remedio para ella mientras siga bajo el dominio de la Ley que la declara impura (Lv 15,26s).
Referida como está al pueblo judío (número “doce”), la figura de la mujer representa aquella parte de la sociedad judía que está irremediablemente marginada por ser considerada impura, es decir, por no cumplir los requisitos que impone la Ley y no encontrar manera de cumplirlos. Esta mujer puede sin duda identificarse con la llamada “gente de la tierra”, el vulgo, despreciado y evitado por parte de los influyentes fariseos y letrados por no conocer la Ley ni poder dedicarse a su práctica minuciosa.
La única posibilidad de salir de su situación está en emanciparse de la Ley marginadora y abrazar la alternativa que Jesús ofrece. Como figura adulta, toma ella misma la decisión y toca a Jesús, violando la Ley e independizándose de ella. Jesús le comunica una fuerza que suprime su marginación (se siente curada) y le da una nueva posibilidad de vida. El uso en este episodio de la palabra “tormento” (5,29, como en 3,10), que en sentido figurado significa un estado de opresión, confirma la interpretación social de esta figura. El episodio describe, pues, la alternativa que ofrece Jesús a los grupos marginados de Israel, incapaces de salir de su marginación dentro del sistema judío.
La figura de la mujer continúa, pues, la del leproso. La diferencia está en que, en el momento de la curación del leproso (1,39-45), no se había verificado aún la ruptura entre Jesús y la institución judía (3,6-7a) ni había ofrecido Jesús su alternativa. Ahora, en cambio, existe la posibilidad de encontrar una nueva manera de vida, al margen de la injusticia de aquella sociedad.
La hija de Jairo representa otro grupo dentro de la sociedad judía. Además de la mención del número “doce” (5,42), Marcos inserta una expresión aramea (5,41: “Talitha, qum”), que indica también la referencia a Israel. A diferencia de la mujer con flujos, no es una figura adulta, sino dependiente de un “padre” que es al mismo tiempo el representante de la institución religiosa” (5,22: “jefe de sinagoga”).
La hija representa, pues, al pueblo integrado en esa institución. La tutela que ésta ejerce sobre el pueblo observante, manteniéndolo en el infantilismo, exaspera a este pueblo y lo lleva a abandonar la práctica religiosa; queda entonces privado de todo marco de referencia, en un estado de desorientación, sin horizonte ni objetivo, que se compara a la muerte. Jesús, ofreciendo al pueblo su alternativa fuera del marco religioso judío, puede dar solución a este problema.
Así como la figura de la mujer continúa la del leproso, la de la hija de Jairo enlaza con la del hombre del brazo atrofiado, cuya curación provocó la ruptura entre la institución y Jesús (3,1-7a). En aquella escena, situada en la sinagoga, se mostraba cómo la observancia de la Ley, representada por el sábado, al programar la vida hasta en sus mínimos detalles, privaba al pueblo de iniciativa y posibilidad de acción (brazo atrofiado). Esta situación está expresada en el episodio de la hija de Jairo (el jefe de la sinagoga) por la dependencia y el consecuente infantilismo de la figura de la niña. Ahora, sin embargo, Jesús le presenta una alternativa.
La unión de las dos figuras, la de la mujer y la de la niña, compendia la situación del pueblo, que aparece así compuesto de dos partes: los que no observan la Ley, considerados por ello “impuros”, y de hecho excluidos de la sociedad y de la religión (mujer con flujos), y los que están dentro de la institución religiosa, que los mantiene en el infantilismo y acaban por encontrar intolerable la situación en que viven (la hija del jefe de la sinagoga). Para indicar que con las dos figuras se representa la situación de la totalidad del pueblo entrelaza Marcos (y lo mismo Mateo y Lucas) las dos narraciones.

EL geraseno.

EL GERASENO.
(Mc 5,2-20 par.)

El episodio del endemoniado geraseno (Mc 5,2-20 par.) es proverbialmente difícil. Pero, en medio de la dificultad, el evangelista da las pistas necesarias para que pueda interpretarse debidamente.
Según el texto, antes de la llegada de Jesús existía en la región pagana de Gerasa un enfrentamiento: entre el endemoniado (sin nombre) y una sociedad (colectivo) que había pretendido domeñarlo con la violencia, inmovilizándolo con cadenas y grillos (5,4). El endemoniado, sin embargo, había roto todas las ataduras y se había refugiado en los cementerios y en los montes, donde se destrozaba a sí mismo (5, 3.5). Era un rebelde, pero su rebeldía no le proporcionaba una salida a su situación; antes bien, lo llevaba a la destrucción.
El individuo vivía en los sepulcros, pero salió espontáneamente de ese lugar de muerte para ir al encuentro de Jesús (deseo de vida).
Si se lee el Sal 67,6 (66,6 LXX), no puede dudarse de que existe una repetida alusión a su texto en la perícopa del geraseno: “Dios hace habitar en una casa gente de la misma clase (cf. Mc 5,19: “Márchate a tu casa con los tuyos”), sacando fuera con valentía a los sujetos con grillos (Mc 5,4: “muchas veces lo habían dejado sujeto con grillos y cadenas”), e igualmente a los rebeldes, a los que habitan en tumbas” (Mc 5,3: “Este tenía su habitación en los sepulcros”).
Las últimas palabras del texto citado explican que “habitar en los sepulcros” significa ser un rebelde. Este rebelde está además poseído por un espíritu inmundo, pero como se explicará más adelante, los evangelistas utilizan la figura del espíritu inmundo para designar un fanatismo violento y destructor, una ideología inaceptable para Dios (“inmundo”).
Los grillos o cepos eran propios de los esclavos, especialmente de los prisioneros de guerra reducidos a la esclavitud (cf. Jue 16,21, de Sansón hecho cautivo por los filisteos; 2 Sm 3,34; 2 Re 25,7, de Sedecías hecho cautivo por Nabucodonosor; Sal 79,11; 146,7); se trata, pues, de un hombre al que por una acción violenta se le ha privado de su libertad, haciéndolo esclavo. De hecho, el verbo “domeñar” (5,4), que describe la acción que intenta la sociedad contra el individuo, significa también “vencer” en una lucha o batalla.
El valor representativo de esta figura está indicado por Marcos de diversas maneras. En primer lugar, por su nombre, “Legión” (5,9), que indica su pluralidad (“porque somos muchos”); por otra parte, que el nombre sea primariamente el del hombre, y sólo secundariamente el de los espíritus, lo muestra la correspondencia entre la protesta del endemoniado: “¿Qué tienes tú contra mí?” (5,7), y el diálogo que sigue: “¿Cómo te llamas?”, “Me llamo Legión” (5,9).
El nombre (“Legión”) es también un término militar, en la línea de los notados anteriormente (“grillos/cepos”, “domeñar/vencer”) y denomina a un colectivo. El individuo es así multitud (5,9: “porque somos muchos”), como lo son los espíritus que lo poseen (5,15).
Reuniendo los datos obtenidos, resulta tratarse de la multitud de esclavos (“grillos”), poseídos todos por un espíritu de violencia fanática, rebeldes contra la sociedad que los ha tenido dominados y que no encuentran salida a su situación de rebeldía. Se describe el conflicto permanente intrínseco a la sociedad esclavista pagana.
Otra prueba de la pluralidad representada por el geraseno es u petición a Jesús (5,10: “Y le rogaba con insistencia que no los enviase fuera del país”). El personaje que representa a los esclavos comprende que Jesús quiere liberarlos, pero no desea que esta liberación se haga como el antiguo éxodo de los judíos, que hubieron de abandonar Egipto. El evangelista expone así que la alternativa de Jesús ha de existir en medio de la sociedad injusta.
El texto griego presenta vacilaciones en los pronombres personales: a veces duda entre “él, ellos” masculinos (que se refieren al hombre) y las formas neutras (que corresponderían a los espíritus). En realidad, para el evangelista, la distinción entre hombre y espíritu no es la que existe entre dos seres yuxtapuestos, sino solamente la que existe entre el hombre y el fanatismo que lo despersonaliza. El hombre es uno con su violencia, aunque puede renunciar a ella. Puede hablarse de una doble personalidad: la suya de hombre y la que adquiere por el influjo de la ideología y el fanatismo. Por eso, en 5,8 se lee: “Jesús le había mandado (al hombre)”, pero se dirige al espíritu: “¡Espíritu inmundo, sal de este hombre!”. Es decir, se dirige al hombre en cuanto poseído (=espíritu), en cuanto identificado con su violencia fanática; Jesús lo insta a renunciar a ella.

lunes, 31 de agosto de 2009

EL HOMBRE DEL BRAZO ATROFIADO.

EL HOMBRE DEL BRAZO ATROFIADO.
(Mc 3,1-7a PAR.)

Un personaje de características muy diferentes de las del leproso es el que aparece en Mc 3,1-7a y en los pasajes paralelos de Mateo (12,9-14) y Lucas (6,6-11). Mientras el leproso era un marginado social y religioso, este hombre, por el contrario, está en la sinagoga, es decir, es un judío observante, integrado en la institución religiosa. Pero es al mismo tiempo un inválido, tiene “el brazo” inutilizado.
A menudo se encuentra la traducción “la mano seca”. Sin embargo, el término griego kheir, como el hebreo yad, no siempre corresponde al español “mano”: designa también la extremidad superior, el brazo, y el hecho de “extenderlo” (Mc 3,5), si no es para tocar (Mc 1,41), es más apropiado para el brazo que para la mano. “Seco, desecado” insinúa la falta de desarrollo, que incluye la rigidez y la inamovilidad; puede traducirse por “atrofiado”.
Hay que considerar si la escena, en la que Jesús cura al hombre de su invalidez en día de sábado, en medio de la oposición de los fariseos, es una mera anécdota o tiene un sentido más profundo.
Notemos varios detalles: en primer lugar, “la sinagoga” no tiene una localización precisa; en la escena anterior (2,23ss) Jesús iba “por lo sembrado”, que es una manera de designar a Galilea, donde él ha proclamado la buena noticia (cf. 1,39: “Fue predicando por las sinagogas de ellos, por toda Galilea”); “la sinagoga” puede ser una denominación genérica que incluya todas las sinagogas de Galilea. En segundo lugar, el individuo es anónimo, como corresponde a un personaje representativo.
Otro detalle es que Marcos no dice “con un brazo/mano” atrofiado, sino “con el brazo atrofiado”; Lucas especifica que se trata del brazo derecho, pero la extraña expresión de Marcos invita a ver en el “brazo/mano” la figura bien conocida de la actividad del hombre.
Sin embargo, lo que más llama la atención en la escena es que, en la sinagoga y en día de precepto (sábado), aparte de Jesús y los fariseos, no esté más que este hombre. En el caso del poseído (Mc 1,21b-28), éste aparecía en medio de un público que comentaba lo sucedido, dándose a entender con esto que su caso era excepcional. Este hombre, en cambio, es presentado como el único público de la sinagoga; en el episodio sólo se le menciona a él y a los fariseos, sin aludir a ningún otro.
Los indicios son suficientes para comprender que el inválido es un personaje representativo. La ausencia de otra gente indica que el individuo representa a todos los que frecuentan la sinagoga; “el brazo atrofiado”, por su parte, significa la condición del pueblo de Galilea, fiel a la institución religiosa. De este modo señala Marcos que la paralización de la actividad y la incapacidad de iniciativa y creatividad son el efecto del influjo fariseo sobre el pueblo, de los que a través de la sinagoga proponían como voluntad de Dios la necesidad de la observancia estricta de la Ley.

EL LEPROSO.

EL LEPROSO.
(Mc 1,39-45 Par.)

En el Evangelio de Marcos (1,39-45) y, paralelamente, en los de Mateo (8,2-4) y Lucas (5,12-16) aparece la figura de un leproso que se acerca a Jesús y le pide que “lo limpie”. Para dilucidar a quién representa el leproso seguimos el relato de Marcos.
Hay que considerar en primer lugar el contexto en que aparece el enfermo y se realiza el hecho. Jesús ha terminado una gira por toda Galilea, proclamando la cercanía del reinado de Dios (1,39; cf. 1,14s). El episodio del leproso aparece así como el colofón de la actividad itinerante de Jesús en Galilea. Si se piensa en la circunstancia, es extraño que sólo se le acerque un enfermo. Se esperaría que, como en otras ocasiones, acudiese a él o le llevasen una multitud de enfermos (1,32-34; 3,7-12; 6,54-56). El hecho de que sea solamente uno, que se presente a Jesús por propia iniciativa, y precisamente al final de su actividad, hace sospechar que se trate de una figura creada por Marcos para indicar cuál fue el problema más grave encontrado por Jesús en Galilea, cuando iba proclamando en las sinagogas.
En Israel, por otra parte, el leproso era el caso extremo y el prototipo de la marginación religiosa y social (Lv 13,45s). Declarar injusta la marginación del leproso significa denunciar toda marginación.
Porque no se trata de una simple curación; de hecho, esta palabra no aparece en toda la perícopa, se habla en ella de “limpiar/purificar”. El episodio expone en realidad un principio general que atañe a todo marginado religiosamente. Lo indica Marcos con la expresión: “[Jesús], conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero, queda limpio” (1,41).
El verbo “conmoverse” es exclusivo de Dios en el AT y en el judaísmo. Al atribuir a Jesús el sentimiento de Dios y afirmar que, con tal de “limpiar” al leproso, lo tocó, violando la Ley (Lv 5,3; cf. Nm 5,2), Marcos está declarando que la marginación, aunque pretenda respaldarse con la Ley divina, no procede de Dios, sino que es cosa impuesta por los hombres (1,44: “lo que prescribió Moisés”; cf. Lv 14,1-32); en consecuencia, es inadmisible e injustificable marginar a alguien en nombre de Dios.
El leproso resulta ser, por tanto, el prototipo del marginado, el representante de todos los que, en nombre de la ley religiosa, eran marginados de la sociedad judía.

sábado, 1 de agosto de 2009

La tiniebla.

LA TINIEBLA.

Por oposición a la luz-vida, las tinieblas son símbolo de mal y de muerte, que puede especificarse en términos de opresión, como aparece en la misión del Servidor de Dios (Is 42,6: “Para que saques a los cautivos de la prisión, de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”; Is 49,9: “Para decir a los cautivos: “Salid”; a los que están en tinieblas: “Venid a la luz”). Simbolizan también la injusticia (Is 59,9: “Por eso está lejos de nosotros el derecho y no nos alcanza la justicia: esperamos la luz, y vienen las tinieblas; claridad, y caminamos a oscuras”). Este es el sentido que tienen las tinieblas en Mt 4,16, cita de Is 9,1: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz intensa: habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló”, o en Lc 1,79: “brillará ante los que viven en tinieblas y en sombra de muerte”.
La oscuridad simboliza también el estado miserable del que carece de generosidad, del que no tiene amor y no comparte (Mt 6,23 par.: “Si eres tacaño, toda tu persona es miserable/está a oscuras”). En otras ocasiones, las tinieblas se hacen símbolo del fracaso definitivo del hombre, como lo expresa Mateo, usando un lenguaje arcaico (Mt 8,12: “En cambio, a los destinados al reino los echarán fuera, a las tinieblas”; 22,13: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas”).
Se mencionan las tinieblas que duran tres horas mientras Jesús está en la cruz (Mc 15,33 par.: “Al llegar el mediodía [la hora sexta], la tierra entera quedó en tinieblas hasta media tarde [la hora nona]”), aludiendo a Éx 10,21s, donde se dice que la oscuridad duró tres días: “El Señor dijo a Moisés: “Extiende tu mano hacia el cielo, y se extenderá sobre el territorio egipcio una oscuridad palpable”. Moisés extendió la mano hacia el cielo, y una densa oscuridad cubrió el territorio egipcio durante tres días.” También se alude a Am 8,9s: “Aquel día –oráculo del Señor – haré ponerse el sol a mediodía, y en pleno día oscureceré la tierra; convertiré vuestras fiestas en duelo, vuestros cantos en elegías” (cf. Jr 15,8s, matanza en guerra). Se señala así la muerte de Jesús como acontecimiento liberador para la humanidad entera y, al mismo tiempo, como ruina de los opresores.


Es Juan el único evangelista que usa de manera sistemática el símbolo de la tiniebla. Esta no significa la mera ausencia de luz; tiene siempre un carácter maléfico y presenta dos aspectos:
a) Es una entidad activa y perversa que pretende extinguir la luz de la vida (Jn 1,5) e impedir así el conocimiento del proyecto de Dios sobre el hombre (1,4). La tiniebla se opone a la vida en cuanto puede conocerse como luz-verdad (cf. 1,7; 5,33); representa, por tanto, una antiverdad, una doctrina o ideología contraria al designio creador, que, al ser aceptada, sofoca en el hombre la aspiración a la plenitud de la vida. El designio de Dios es la expresión de su amor al hombre: la ideología/tiniebla deforma la imagen de Dios, proponiendo un dios exigente, que no ama al hombre, sino que lo somete.
La tiniebla se identifica con “la mentira” (8,44), la ideología propuesta por el círculo de poder, que nace de la ambición de riqueza y afán de gloria humana. Pertenece a la tiniebla (12,35) o mentira la concepción de un Mesías dominador que usa la fuerza para implantar el reinado de Dios. Tal es la doctrina de los maestros de la Ley (12,24; cf. Mc 12,35-37 par.): con ella ciegan al pueblo (12,40), impidiéndole reconocer al Mesías en Jesús (12,34-37).

b) Se llama también “tiniebla” el ámbito de oscuridad o ceguera creado por su acción, donde el hombre se encuentra privado de la experiencia de la vida y no conoce el designio de Dios sobre él. De ahí las expresiones “caminar en la tiniebla” (8,12; 11,35), “permanecer en la tiniebla” (12,46). En Jn, la ceguera describe el efecto de la tiniebla en el hombre: impedirle la visión del amor de Dios y de su propio horizonte humano (5,3: “En ellos [los pórticos de la piscina] yacía una muchedumbre, los enfermos: ciegos, tullidos, resecos”; 9,1: “Al pasar vio Jesús un hombre ciego de nacimiento”).
Resumiendo: “Estar en la tiniebla” es siempre símbolo de un estado de muerte en vida, que a menudo se concreta en la opresión: “La tiniebla” equivale a “la mentira”, es decir, a cualquier ideología que impida al hombre aspirar a la plenitud.

La luz.

LA LUZ.
La pareja de términos antitéticos “luz” y “tinieblas” o los equivalentes de ésta, “noche”, “oscuridad”, forman una oposición arquetípica común a todas las literaturas y se encuentra también en el hablar cotidiano. No es extraño que estos términos aparezcan en los evangelios, como antes en las literaturas hebrea y griega, cargados de sentido simbólico.
En la literatura griega clásica, “la luz”, en contraste con “las tinieblas” o “la noche”, significó en sentido figurado la esfera del bien, mientras que las malas acciones se decían tener lugar en las tinieblas. Platón comparó la idea del bien con la luz del sol, y, al entrar en la esfera del conocimiento, “la luz” adquirió nuevas connotaciones.
Por otra parte, dada la necesidad de la luz para la vida, “estar en la luz” llegó a significar simplemente “vivir”, mientras estar en el Hades, el reino de la muerte, equivalía a estar en las tinieblas.
En el AT se presenta a menudo la luz como una especie de atributo de Dios: luz es su vestidura (Sal 104,2: “Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto”). La cercanía y presencia de Dios están indicadas por la luz (Éx 13,21s: la columna de fuego; Dn 2,22: “la luz habita en él”; Hab 3,4: “su esplendor era como la luz”; Is 60,19s: “Será el Señor tu luz perpetua”).
En particular, la actividad favorable de Dios se compara a la luz del rostro, imagen de la sonrisa y símbolo del favor divino (Sal 4,7: “¿Quién podrá darnos la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?”; 44,3: “No fue su espada la que ocupó la tierra,… sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro”; 89,16: “Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, Señor, a la luz de tu rostro”). Es un rasgo de la manifestación divina más que del ser de Dios.
Para el hombre, la luz de Dios significa salvación, es decir, guía y vida (Sal 27,1: “El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?”). Por eso los malvados van a tientas en la oscuridad (Prov 4,19: “El camino de los malvados es tenebroso, y no saben dónde tropezarán”), y también después de la muerte los rodeará la tiniebla (Sal 49,20): “Irá a reunirse con sus antepasados, que no verán nunca la luz”). El justo, en cambio, goza de la luz de la vida (Sal 97,11: “Amanece la luz para el honrado y la alegría para los hombres sinceros”; 112,4: “En las tinieblas brilla una luz para los honrados”; Prov 4,18: “La senda de los honrados brilla como la aurora, se va esclareciendo hasta que es de día”; 13,9: “La luz de los honrados es alegre, la lámpara de los malvados se apaga”).
En Isaías, la salvación se describe a menudo con la metáfora de la luz. Así, Is 2,4s: “[Dios] será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas… Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor”; 42,16: “Conduciré a los ciegos por el camino que no conocen… Ante ellos convertiré la tiniebla en luz, lo escabroso en llano”; 60,2s: “Mira: las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti [Jerusalén] amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti, y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora”; 60,19s: “Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua y tu Dios será tu esplendor… y se habrán cumplido los días de luto.”
La palabra de Dios se compara a la luz que guía al hombre (Sal 119,105: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”; Prov 6,23: “El consejo es lámpara y la instrucción es luz”; Sab 7,10 [de la sabiduría]: “Me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso”; 7,26: “Es reflejo de la luz eterna”).
Sólo en la luz de Dios ve el hombre la luz, es decir, sólo cuando Dios lo ilumina percibe la naturaleza de la realidad. “Vivir en la luz” equivale a obedecer los mandamientos de Dios. El que vive en la luz puede ser luz para los demás (Is 42,6 [del servidor de Dios]: “Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”; 49,6: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”; 58,10 [las buenas obras son luz]; “Cuando partas tu pan con el hambriento… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”); la verdad de Dios irá adelante como “luz para las naciones” (Is 51,4: “De mí sale la ley, mis mandatos son luz de los pueblos”).
En Qumrán se radicalizó la oposición luz-tinieblas, probablemente por influjo de las religiones persas. Se creó un dualismo, donde “la luz” y “las tinieblas” representaban las esferas de los buenos y de los malos (cf. Prov 4,18s). “Los hijos de la luz”, los miembros de la comunidad de Qumrán, estaban en conflicto con “los hijos de las tinieblas”. Uno de los libros de la secta se titulaba: “Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas”. Según ellos, esta confrontación en la historia correspondía a otra parecida en el mundo de los espíritus, donde había un Príncipe de la Luz y un Ángel de las tinieblas.
Resumiendo: En el mundo griego, la luz simbolizaba la vida, el bien y el conocimiento de la verdad. En el AT, la trascendencia y la presencia de Dios; la luz de su rostro, su favor; es símbolo de vida y salvación, de alegría y seguridad; la palabra de Dios es luz porque guía al hombre; el hombre participa de esa luz y puede comunicarla, en particular con sus obras a favor de los demás.
En los evangelios, el simbolismo de la luz continúa el del AT. Así, la nube luminosa que aparece en la transfiguración (Mt 17,5: “Una nube luminosa los cubrió con su sombra”) delata la presencia de Dios. También Jesús aparece radiante, señal de su condición divina (Mt 17,2: “Su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz”; Mc 9,3: “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”; Lc 9,29: “sus vestidos refulgían de blancos”).
La luz acompaña también la presencia de personajes que llegan de la esfera divina (Lc 9,30s: “Se presentaron dos hombres que conversaban con él: eran Moisés y Elías, que se habían aparecido esplendentes”; 24,4 [en el sepulcro]: “Se les presentaron dos hombres con vestiduras refulgentes”; cf. Hch 1,9: “Dos hombres vestidos de blanco”) o de ángeles mensajeros (Mt 28,3: “Tenía aspecto de relámpago y su vestido era blanco como la nieve”).
Mateo aplica a Jesús el texto de Is 9,1 (Mt 4,16): “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombra de muerte una luz les brilló.” Siguiendo a Is 42,6 (dirigido al Servidor): “Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones”, en Lc 2,32 Simeón proclama a Jesús “luz de las naciones”: “Una luz que es revelación para las naciones y gloria para tu pueblo, Israel.”
También los discípulos se describen como portadores de luz: Mt 5,14: “Vosotros sois la luz del mundo”, trasladando a ellos lo que se decía de Jerusalén, lugar del templo, en IS 60,1-3: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!”; es la gloria de Dios, su amor de obra, la luz que ha de brillar en ellos (Mt 5,15: “Empiece así a brillar vuestra luz ante los hombres: que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo”). La misión de los seguidores de Jesús es transmitir la luz divina que han recibido.
En Juan, el símbolo de la luz se encuentra en todo el evangelio. Para este evangelista, la luz es el resplandor de la vida, de la plenitud de vida contenida en el proyecto creador (1,4: “La Palabra/Proyecto contenía vida y la vida era la luz del hombre”); no existe para Juan, por tanto, una luz anterior ni diferente de la vida misma: la luz es la plenitud de vida, en cuanto puede ser deseada y conocida, y sirve de guía al hombre.
La luz de la vida, única luz verdadera, se opone a las falsas luces, en particular a la Ley, llamada “luz” en el AT (cf. Sab 18,4: “la luz incorruptible de la Ley”) y en el judaísmo.
Por simbolizar la vida en cuanto se manifiesta y puede conocerse, la luz equivale metafóricamente a “la verdad”. Para el hombre, pues, la única verdad es la plenitud de vida contenida en el proyecto divino.
La luz/vida se encarna en Jesús, proyecto divino realizado (1,14: “Y la Palabra se hizo hombre”). Así, él es la luz del mundo, es decir, la vida que brilla e ilumina a la humanidad (8,12: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en tiniebla, tendrá la luz de la vida”; 9,5: “Mientras esté en el mundo, soy la luz del mundo”; 12,36: “Mientras tenéis luz, prestad adhesión a la luz, y así seréis partícipes de la luz”; 12,46: “Yo he venido al mundo como luz; así, nadie que me da su adhesión permanece en la tiniebla”).
Por contraste, la ausencia de luz (noche) significa la ausencia de Jesús; en la noche está el hombre que presenta obstáculos a la luz o no se deja iluminar por ella (3,2: “[Nicodemo] fue a verlo de noche”; 9,4: “Se acerca la noche, cuando nadie puede trabajar”; 11,9s: “Si uno camina de noche, tropieza, porque le falta la luz”; 13,30: “[Judas] tomó el trozo y salió en seguida; era de noche”; 21,3: “Salieron y se montaron en la barca, pero aquella noche no cogieron nada”).
La adhesión a Jesús se presenta como la opción por la luz/vida, contra la tiniebla/muerte. El rechazo de la luz procede del perverso modo de obrar (3,19: “Los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque su modo de obrar era perverso”), opuesto a “practicar la lealtad” (el amor leal; 3,21: “El que practica la lealtad se acerca a la luz”).
En el relato del Génesis, las tinieblas existen antes que la luz; por el contrario, en el Evangelio de Juan, la luz, que es la vida contenida en el proyecto divino, es anterior a la aparición de la tiniebla (1,5: “la luz brilla en medio de la tiniebla”), agente hostil que pretende sofocarla. La identificación dela luz con la vida muestra la equivalencia de tiniebla y muerte.
Resumiendo: En los evangelios, siguiendo la línea del AT, la luz es símbolo de la presencia y manifestación divina, especialmente en Jesús, y acompaña a los que pertenecen a la esfera de Dios. En oposición a la tiniebla significa liberación, vida y salvación, seguridad y alegría, verdad y generosidad.

El vino

EL VINO.
A diferencia de Juan Bautista (Lc 1,13), Jesús bebía vino (Mt 11,19; Lc 7,33): mientras el esposo esté presente es tiempo de fiesta (Mc 2,18-20 par.).
El vino nuevo simboliza la novedad que trae Jesús (Mc 2, 22 par.), que es incompatible con lo antiguo, con lo que ha sido válido hasta su día: “Nadie echa vino nuevo en odres viejos; si no, el vino reventará los odres y se pierden el vino y los odres. No, a vino nuevo, odres nuevos.” En Lc 5,39 se reconoce la dificultad de adaptarse a la nueva realidad: “Nadie, acostumbrado al de siempre, quiere uno nuevo, porque dice: “Bueno está el de siempre.”
Lo mismo que el perfume, el vino como símbolo del amor entre el esposo y la esposa tiene sus raíces en el Cantar (Cant 1,2: “Son mejores que el vino de tus amores”, en paralelo con los perfumes; 7,10: “Tu boca es vino generoso”; 8,2: “Te daría a beber vino aromado”, etc.). Aparece este simbolismo en la escena de Caná (Jn 2,1-11), donde el vino, símbolo del amor, representa el Espíritu, que será dado en la hora de la muerte de Jesús (Jn 2,4: “mi hora”).
En los relatos de la Cena, el término “vino” no aparece ni en los sinópticos ni en Pablo. De todos modos, es obvio que la copa que reparte Jesús contenía vino, como se deduce de la perífrasis “el fruto de la vid” (Mc 14,25 par.). La copa o su contenido el vino, que simbolizan el derramamiento de la sangre de Jesús, denotan también su amor, que no se desdice ni ante la muerte.

El perfume.

EL PERFUME.
En los evangelios, el perfume aparece ante todo en los episodios que describen una unción. En la unción de Betania, “el perfume” se encuentra en Mc 14,3.4.8; Mt 26,7.12; Jn 12,3.5. En Juan y Lc 7,37.38.46 se unge los pies de Jesús; en Mt y Mc, la cabeza.
El perfume como símbolo del amor de la esposa al esposo tiene su origen en el Cantar de los Cantares (Cant 1,12: “Mientras el rey [= el esposo] estaba en su diván [Jn 12,2: “reclinado”], mi nardo despedía su perfume”). El tema de los cabellos, asociado al del perfume en Jn 12,3 y Lc 7,37s, se encuentra en Cant 7,6: “Con sus trenzas cautivas a un rey.”
En la escena descrita en Jn 12,1-8, el perfume que derrama María es, pues, símbolo del amor de la comunidad por Jesús, que responde al amor que él le ha mostrado comunicándole la vida (Lázaro). Al secarle los pies con el pelo, en el cual queda cautivado el esposo (Cant 7,6), se insinúa el amor con que responde Jesús a los suyos.
En esta escena de simbolismo nupcial, la frase final: “la casa se llenó de la fragancia del perfume” (Jn 12,3), contrasta con Jr 25,10 (LXX): “haré cesar la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz de la novia, la fragancia del perfume y la luz de la lámpara”. Con Jesús, el esposo, ha vuelto la alegría que llenó a Juan Bautista (Jn 3,29); existe de nuevo la fragancia del amor.
En Cant 1,3 (LXX) el perfume se identifica con el esposo: “La fragancia de tus perfumes supera todos los aromas, perfume derramado es tu nombre (= tu persona), por eso las doncellas se enamoran de ti.” La casa entera, la comunidad, se llena de la fragancia del Espíritu, amor recibido de Jesús y devuelto a él, vínculo de unión entre los discípulos. El Espíritu es perfume por ser vida e inmortalidad, oponiéndose al hedor que temía Marta de su hermano muerto (Jn 11,39).
Lo mismo se aplica a la escena de Mc 14, 3-9 (par. Mt 26, 6-13), donde entra en la casa una mujer y unge la cabeza de Jesús, que está reclinado. Marcos añade la precisión del “perfume de nardo auténtico de mucho precio”, que lo pone en paralelo con Jn 12,3. En ambos casos, la unión del perfume, símbolo del amor, con el adjetivo “auténtico”, que significa también “fiel”, representa el amor que nunca se desmiente (cf. Jn 1,14). En la escena de Marcos, la entrega total del amor se simboliza “quebrando el frasco” para derramarlo en la cabeza de Jesús.

domingo, 24 de mayo de 2009

LA BODA, EL ESPOSO.

LA BODA, EL ESPOSO.
En el AT, la relación de Dios con el pueblo, presentada al principio en clave jurídica como alianza o pacto bilateral (Éx 19 y 24; ºf. Dt 29 y 30; Jos 24), se expresó en los profetas con el símbolo conyugal, concibiendo la relación entre Dios y el pueblo como mutuo amor y fidelidad (Is 49, 14-26; 54; 62; Jr 2; Ez 16). Por otra parte, el fracaso de la alianza/boda llevó a la idea de una nueva alianza definitiva (Jr 31,31-34; 33,14-22; Ez 36,20-32).
Proyectando al pasado la formulación de los profetas, en la literatura rabínica se celebra el pacto del Sinaí como los esponsales de Yahvé con Israel. El Cantar de los Cantares se interpreta viendo a Dios en la figura del esposo y a Israel en la de la esposa. También era común entre los rabínicos la expectación de que en los días del Mesías se renovase definitivamente el pacto entre Dios y el pueblo y tuviese lugar el verdadero banquete de boda.
Nada tiene, pues, de extraño que los evangelistas utilicen el símbolo de la boda y las figuras del esposo y la esposa para describir la nueva relación que, a través de su persona, establece Jesús entre los hombres y Dios. Tanto la nueva comunidad en la historia (Mt 22,1-14 par.) como la realidad del mundo futuro (Mt 25,1-13) se describen como un banquete de boda.
La función divina de Esposo se atribuye al Mesías, Jesús, como en Mc 2,19: “¿Es que pueden ayunar los amigos del novio/esposo mientras el novio está con ellos?” De modo parecido, en Jn 3,29, donde Juan Bautista se refiere a la afluencia de pueblo a Jesús: “El que se lleva a la esposa es el esposo” (cf. Mt 9,14-17; Lc 5,33-39). En relación con su papel de esposo está la designación de Jesús como “varón/hombre adulto” (Jn 1,30).
También la expresión “quitar la sandalia” (Mc 1,7 par.; Jn 1,27), usada por Juan Bautista, está basada en los usos matrimoniales judíos. Cuando un hombre moría sin hijos, hecho considerado como afrentoso, el pariente más próximo debía tomar a la viuda por esposa para dar hijos al difunto; en caso de no hacerlo, la mujer misma o cualquier otro pariente podía quitarle el derecho, usando el gesto simbólico de “quitarle la sandalia”. Con su dicho (Mc 1,7: “yo no soy quién para agacharme y desatarle la correa de las sandalias”), Juan Bautista reconoce que sólo Jesús tiene derecho a desempeñar el papel de esposo.
Juan Bautista expresa su alegría al escuchar la voz del Esposo (Jn 3,29: “El amigo del esposo, que se mantiene a su lado y lo oye, siente gran alegría por la voz del esposo”; cf. Jr 33,10s) y anuncia la fecundidad de la nueva alianza/boda (Jn 3,30: “A él le toca crecer, a mí menguar”).
La escena de Betania, en la que María, hermana de Lázaro, unge los pies de Jesús, es una prefiguración nupcial. La creación de la nueva comunidad (nueva Eva) en la figura de María Magdalena se hace al pie de la cruz; nace del costado de Jesús por la efusión de agua/Espíritu que sale de él, el nuevo Adán (Jn 19,34). La nueva pareja, origen de la humanidad nueva, aparece en el huerto/jardín como la pareja primordial en el Paraíso (Jn 20,11-18).
En el Evangelio de Juan, la boda de Caná es figura de la alianza antigua, a la que pertenece la madre de Jesús, pero no él ni sus discípulos (Jn 2,1s). La madre representa al pueblo fiel de la antigua alianza, como esposa de Dios. Hace notar a Jesús la falta de vino/amor (2,3), esperando que el Mesías ponga remedio a la situación. Jesús anuncia la inauguración de una nueva boda/alianza, en la que él dará el vino del amor/Espíritu (2,4).
La imagen de la esposa como símbolo de la comunidad aparece en todo su esplendor en el Apocalipsis, que reúne todas las espléndidas metáforas de las bodas mesiánicas (19,7ss); la esposa es la nueva ciudad de Dios (21,2).

domingo, 17 de mayo de 2009

EL FUEGO.

EL FUEGO.
La historia de las religiones y de las culturas muestra la gran importancia que los hombres han atribuido siempre al fuego, tanto en un sentido positivo como negativo, como dador o destructor de vida. Se le ve como una fuerza de la naturaleza que da vida al hombre, pero que es imprevisible y a la que hay que temer. Pero se le tiene también como un logro humano, encendido y mantenido por el genio del hombre.
En el mundo que circundaba al AT y al judaísmo, el culto del fuego de la religión persa fue de particular importancia. El fuego, principio de bien, era el protector del orden divino de la vida. Entre los griegos, el fuego se usaba para purificar. En la filosofía, era uno de los cuatro elementos; para Heráclito, el elemento básico del universo.
En el AT, el rayo es “el fuego de Dios” (2 Re 1,12). El fuego es medio de purificación (Lv 13,52; Nm 31,32; Is 6,6). En el culto, el fuego sacrificial se usaba para quemar ofrendas en el altar e incienso en el incensario (Lv 1,7ss; 3,5; 6,9ss; 16,12s).
Como Yahvé estaba presente en medio de su pueblo como juez que libera y castiga, el fuego que lo acompañaba se hizo expresión de dos aspectos diferentes de su actividad. En primer lugar, era señal del juicio divino (Gn 19,24; Éx 9,24; Lv 10,2; Nm 11,1; 2 Re 1,10; Am 1,4.7); en segundo lugar, del favor divino, al mostrar Dios por medio del fuego su aceptación de un sacrificio (Gn 15,17; Lv 9,23s; Jue 6,21; 1 Re 18,38, etc). Era también señal de la guía de Dios, como aparece en las columnas de fuego y de nube en el éxodo (Éx 13,22; Nm 14,14). Yahvé habló desde el fuego (Dt 4,12.15.33).
Se define a Yahvé mismo como un fuego devorador (Dt 4,24; 9,3; Is 33,14), por el celo ardiente con que vigilaba sobre la obediencia a su voluntad. También su palabra se describe como fuego que devora (Jr 23,29). Se aparece rodeado de fuego (Gn 15,17; Is 4,5; Ez 1,27). El fuego es uno de sus servidores, un instrumento suyo (1 Re 19,11s; Sal 50,3; 104,4), símbolo de la santidad de Yahvé como juez del mundo, y también de su gloria y su poder (Éx 24,17; Is 6,1-4; Ez 1,27s). Según Dn 7,10, un río de fuego sale de debajo del trono de Yahvé.
En el período después del exilio se esperaba que Yahvé aparecería para llevar la historia a su consumación, y fuego sería la señal anunciadora del día de Yahvé (Jl 2,30). Los enemigos de Yahvé serían destruidos por el fuego y la espada (Is 66,15ss; Ez 38,22; 39,6; Mal 4,1). Según Is 66,24, el fuego que destruye a los enemigos de Dios es inextinguible.
En los evangelios, el fuego aparece como un símbolo del juicio mesiánico en boca de Juan bautista, Mt 3,11 (par. Lc 3,9): “ése os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,10.12; Lc 3,16.17). En Mateo y Lucas (no en Marcos ni en Juan), Juan bautista, que sigue en las categorías del AT, piensa que el Mesías va a destruir a sus adversarios; el Espíritu Santo es el don que hará a sus partidarios; el fuego, la destrucción de sus enemigos.
Esta actitud del Bautista lo pone en relación con el profeta Elías, llamado “el profeta de fuego” (Eclo 48,1.3.9; 1 Re 19,10.14; 2 Re 1,10.12.14), bajo cuyos rasgos es decrito Juan (Mt 3,4: “iba vestido de pelo de camello, con una correa en la cintura”; cf. 2 Re 1,8). En Lucas se anuncia ese carácter de Juan antes de su concepción (1,17: “El precederá al Señor con espíritu y fuerza de Elías”).
En boca de Jesús, el fuego es símbolo de destrucción; en los pasajes que lo mencionan se usa a menudo un lenguaje arcaico, y se concibe a modo de castigo: en realidad, los evangelistas, siguiendo el estilo del AT, expresan como acción divina lo que es responsabilidad humana. Pero Jesús no aplica los dichos sobre el fuego a sus enemigos, sino a los falsos miembros de su comunidad (Mt 7,19; 13,12; 18,8s; Jn 15,16) o a los que, sin haberlo conocido, no tienen compasión de su prójimo (Mt 25,41).
Equivalente del fuego es “la gehenna”, que designaba el quemadero de basuras de Jerusalén, situado en el valle de Hinnón. En Mc 9,43.45.47, “ser arrojado al quemadero” está en oposición a “entrar en la vida” o “en el reino de Dios”; es, pues, símbolo de la muerte definitiva.
Solamente en Lucas adquiere el fuego un carácter positivo. Así en 12,49s: “Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué mas quiero si ya ha prendido!” Contra la expectación de Juan Bautista, no se trata de un fuego destructor ni de juicio, sino, teniendo en cuenta el simbolismo de Lucas, del fuego iluminador y enardecedor del Espíritu; de hecho, en Pentecostés el Espíritu se manifiesta en forma de lenguas de fuego (Hch 2,3).
El fuego concebido como juicio o castigo divino aparece cuando los hijos de Zebedeo quieren que Jesús les permita pedir que el fuego del cielo (el rayo) caiga sobre los samaritanos (Lc 9,45); como Juan Bautista, están en la línea violenta de Elías (cf. 2 Re 1,10.12).
Por eso la mención del fuego o de palabras relacionadas con él alude con frecuencia en los evangelios al espíritu violento del antiguo profeta. Así en Marcos, en el episodio de la suegra de Pedro (1,29-31), la “fiebre”, palabra que en griego es de la raíz “fuego” (pyr, pyretós), y que en el texto no es llamada enfermedad ni se dice que Jesús la cure, sino que ella se marcha (Mc 1,31: “Se la quitó [lit. “la dejó”] la fiebre”), representa el espíritu reformista violento de los círculos con que Pedro se relaciona.
En el episodio del niño epiléptico, que representa la desesperación de la multitud, el niño/multitud se siente impulsado por el espíritu inmundo (figura del fanatismo violento) a tirarse “al fuego”, es decir, a combatir a los opresores con la violencia, lo que no lo llevaría más que su propia destrucción (Mc 9,22).
En el Apocalipsis, “el lago de fuego y azufre” es el símbolo de la desaparición definitiva (cf. Ap 14,10). De hecho, a él son arrojados personajes que no son más que símbolos, como “la Fiera” (el poder del Estado perseguidor), su profeta (el cuerpo propagandístico del poder ) (Ap 19,20s), el diablo (20,10) e incluso la Muerte misma y el Abismo (20,14).

EL AGUA.

EL AGUA.
El agua, elemento indispensable para la vida, es uno de los símbolos arquetípicos. En el AT se menciona el agua potable, necesidad vital para el hombre y el ganado, pero también para la vegetación (Éx 23,25; 1 Sam 30,11s; Gn 24,11-20; Dt 11,11; 1 Re 18,41-45). Por ello, el agua se considera un don benéfico de Yahvé. En el desierto, él proveyó milagrosamente de agua, hecho que se recuerda una y otra vez (Éx 7,5s; Dt 8,15; Sal 78,15s; 74,15, etc…). En la promesa de la tierra (Nm 24,7; Dt 8,7; 11,11), es de importancia decisiva la abundancia de agua. El agua es así factor de vida. Por eso la sequía es uno de los grandes castigos (1 Re 17; Jr 14).
Pero el agua tiene un segundo aspecto, no ya vivificante, sino destructor, tanto en el ímpetu de las olas del mar como en la violencia de los torrentes o la crecida de los ríos. De ahí que Dios pueda usar el diluvio o las aguas torrenciales para aniquilar a sus adversarios (Gn 6-8; Éx 14s; Is 8,5-8). En el mundo judío, el abismo de las aguas, en particular el mar, era símbolo del reino de la muerte (Ez 26,19s; Sal 18,5s; 69,3; Jon 2,3s; Job 26,5s).
Junto con la sangre y el fuego, el agua se usaba en todo el mundo antiguo como medio de purificación. Para el tiempo final de Israel, los profetas esperaban que Dios rociase la tierra y el pueblo con un agua purificadora, que eliminaría la idolatría e infundiría un espíritu nuevo en su interior (Is 44,3; Ez 26,25ss; Zac 13,1s). El agua se convierte en un símbolo del Espíritu de Dios, que limpia y elimina el mal.
En los evangelios se conservan ambos sentidos simbólicos del agua, destructor y vivificante; de ahí la figura del doble bautismo, el de Juan y el de Jesús (Mc 1,8 par.). El verbo griego (baptizô) que traducimos por “bautizar” tiene dos significados: “sumergir/hundir” y “mojar/empapar”, según que el elemento líquido tenga contacto exterior o interior con un objeto. Si el contacto es exterior (objeto que penetra en el líquido y desaparece dentro de él), significa “sumergir”, con posible connotación de muerte (agua destructora); si el contacto es interior (líquido que penetra en el objeto y desaparece dentro de él), significa “infundir/mojar/empapar”, como la lluvia, con posible connotación de vida (agua fecundante).
El simbolismo del agua destructora es el que estaba en la base del bautismo de Juan. La desaparición del hombre bajo el agua simboliza la muerte, en este caso, la muerte a su pasado, como si éste quedase sepultado en el agua. En otro sentido, Jesús habla de su bautismo refiriéndose a su muerte y a la de sus seguidores (Mc 10,38s; Lc 12,50).
El simbolismo del agua vivificante como la lluvia se encuentra en la frase “bautizar con Espíritu Santo”, la vida divina, que ya en los profetas era simbolizada por el agua (“derramar”; Jl 3,1s; Is 44,3; Zac 12,10; “infundir”: Ez 39,29).
Asumiendo el lenguaje simbólico de los profetas, el Evangelio de Juan hace del agua el gran símbolo del Espíritu. La infusión de vida por el agua/Espíritu se compara a un nuevo nacimiento, que permite entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). El manantial de Jesús (4,6.14), del que procede el agua del Espíritu, sustituye el pozo de Jacob, figura de la Ley (4,12). El agua del Espíritu es agua viva que apaga la sed del hombre; es factor personalizante por convertirse en manantial interior que fecunda su ser (4,14).
Hay dos piscinas en el Evangelio de Juan: una en el episodio del paralítico (Jn 5,7), piscina cuya agua agitada representa la vana esperanza de curación; la segunda, en el del ciego de nacimiento (9,7), la piscina de Siloé (el Enviado), que alude a Is 8,6: “el agua de SIloé que corre mansa”, oponiéndose así a la anterior. El agua de la piscina del Enviado (Jesús) es símbolo del Espíritu. En Jn 7,37-39, el agua se identifica explícitamente con el Espíritu, que brota de Jesús traspasado en la cruz (19,34), momento de la manifestación de su gloria (7,39). También en el Apocalipsis “el agua de la vida” (21,6; 22,1.17) es símbolo del Espíritu.
En otras ocasiones, la mención del agua puede aludir al éxodo de Egipto, cuyo rasgo más característico fue el paso del Mar Rojo; el agua se convierte así en símbolo de una liberación por la violencia. Esta alusión se encuentra en el episodio del niño epiléptico (Mc 9,14-29 par.), figura del pueblo oprimido, a quien el espíritu inmundo (la ideología fanática de violencia) lleva a la destrucción incitándolo a la revuelta armada (Mc 9,22: muchas veces lo ha tirado al fuego y al agua para acabar con él”.
Un caso parecido se da en Jn 5,7, donde aparece el agua de la piscina, que periódicamente se agita (“Señor, no tengo un hombre que, cuando se agita el agua, me meta en la piscina); el uso del verbo “agitarse” (gr. tarássomai), empleado en el NT solamente para personas y en particular para designar las revueltas populares, hace ver que el pueblo oprimido, representado por el paralítico, cifraba su esperanza de salvación en la subversión política.

sábado, 11 de abril de 2009

LA NUBE.

LA NUBE.
La conexión de la nube con lo divino hunde sus raíces en el animismo primitivo, pero se consolida porque de ella depende de la vida del hombre: de la nube procede la lluvia, viene el rayo, cae el granizo, se desata el diluvio destructor. Sobre todo los nubarrones, que sumergen la tierra en las tinieblas, tienen un efecto sobrecogedor.
En el AT, el símbolo de la nube se utiliza ampliamente: ya en el canto de Débora la aparición de Yahvé se presenta como una tempestad (Jue 5,4s); lo mismo en Sal 18. Yahvé aparece en las nubes (Ez 1,14); la nube es la orla de su manto que llena el templo (1 Re 8,10s; Ez 10,3s); la nube es su carro (Is 19,1; Sal 104,3).
Dios se manifiesta veladamente en la nube (cf. Gn 9,13ss). Esa clase de manifestación es uno de los rasgos característicos de la historia del éxodo: “La columna de nube” sirve para indicar el camino (Éx 13,21s), y en el momento del paso del mar se interpone entre Israel y el enemigo, para proteger al pueblo y aterrorizar al perseguidor (Éx 14,19ss). Acompaña a los israelitas durante todo el viaje por el desierto (Núm 14,14) y, a cada revelación particular, desciende sobre la tienda de la reunión (Éx 33,9s).
En el monte Sinaí, la nube oscura posada sobre la cima, y recorrida por relámpagos o asociada al fuego, hace visible, escondiéndola al mismo tiempo, la presencia de Yahvé. En Is 4,5, se promete la misma presencia para el tiempo final.
En los evangelios aparece la nube como símbolo de la presencia de Dios en la escena de la transfiguración, donde cumbre con su sombra (Mc 9,7par.). No quiere decir el texto que la nube proyecte su sombra sobre los que se encuentran fuera de ella, sino que ella envuelve a Dios y a lo que le pertenece, en este caso a Jesús. Los discípulos se encuentran fuera de ella, puesto que los tres sinópticos dicen que la voz celeste se dirige a ellos “desde la nube”. En Lc 9,34, los discípulos se asustan cuando Jesús y los que están con él entran en la nube. Mt 17,5 dice que la nube era “luminosa”, expresando así el aspecto sereno del encuentro con Dios, típico del NT, aunque la presencia divina asusta a los discípulos (Mt 17,6).
“Llegar entre nubes” (Mc 13,26 par.), “entre las nubes del cielo” (14,62 par.; cf. Dn 7,13), significa una manifestación histórica del Hombre en su condición divina. En el relato de la ascensión (Hch 1,9), “ser ocultado por la nube” significa de nuevo la entrada de Jesús en la esfera divina. Como la nube solamente oculta la figura, podrá seguirla relación personal de Jesús con los discípulos.
Resumiendo, puede decirse que el uso en los evangelios del símbolo “la nube” no difiere mucho del que se hacía en las culturas circundantes, pero la referencia a Jesús le da un nuevo sentido. La nube se convierte en símbolo de la presencia del Padre.

domingo, 5 de abril de 2009

EL MONTE.

EL MONTE.
Tanto en la cultura judía como en las paganas circundantes se consideraban ciertos montes como lugares donde habitaba o se comunicaba la divinidad. Así, entre los judíos, el monte Sión era el lugar del templo, supuesto punto de contacto de Dios con el pueblo; las revelaciones de Dios a Moisés (Éx 13,3, etc.) y a éste con los ancianos (Éx 24,9-11) tuvieron lugar en el monte Sinaí. De ahí que “el monte” adquiriera un significado teológico. También los cultos paganos se practicaban en montes o alturas, como consta por las denuncias de los profetas (Cf Is 65,7; Jr 3,6.23; OS 4,13). En el AT, “el monte” o “la montaña” dan el sentido de la proximidad de Dios y son el lugar que Dios elige para manifestarse o desde donde despliega su actividad.
En la misma línea, cuando los evangelistas mencionan “el monte”, determinado, pero sin nombre ni localización precisa, no pretenden hablar tanto de un monte real cuanto del lugar de la presencia y acción divinas. Sin embargo, hay que distinguir entre el simbolismo del “cielo” (en Mc, “los cielos”, forma plural y articulada) y el del monte: “El cielo” designa la morada de Dios, es decir, simboliza la excelencia e invisibilidad de la esfera divina y, de ahí, la trascendencia de Dios.
“El monte”, figura terrena, cuando está en relación con Jesús, denota la esfera divina en contacto con la historia humana. Se descubre a menudo la oposición a los dos montes peculiares del judaísmo: el monte Sión, lugar del templo, y el monte Sinaí, lugar de la promulgación de la Ley y de la constitución del pueblo.
Por eso en “el monte” se realizan acciones de gran significado, que están en conexión con la esfera divina. En Mt 5, 1s, Jesús, que va a promulgar el código de la nueva alianza, sube al monte como Moisés al Sinaí y habla desde el monte como hizo allí Dios. Se tiene, pues, la figura del Hombre-Dios que promulga su propia alianza (cf. Mt 26,28: “ésta es la sangre de la alianza mía”). Pero, en oposición a la del Sinaí, esta alianza está destinada a toda la humanidad.
En Mc 3,13 (par. Lc 6,12), Jesús sube al monte para constituir el nuevo Israel, representado por los Doce, en paralelo con la formación del antiguo pueblo en el monte Sinaí. Como en Mt 5,1s, la subida al monte como Moisés y la actuación desde el monte con autoridad divina, dibujan en Mc 3,13ss la figura del Hombre-Dios.
En Jn 6,3, una vez “atravesado el mar” (6,1), figura del éxodo y de la liberación de la opresión de Egipto, en ocasión de la Pascua de los judíos (6,4). Jesús sube al monte y se queda sentado allí: va a proponer su alternativa, el principio fundacional de la nueva humanidad: la solidaridad por el amor. Los discípulos están en el monte con Jesús: la esfera de Dios está abierta. Después del reparto de los panes, cuando se proponen hacerlo rey, Jesús sube de nuevo al monte, solo (6,15). Se notará el paralelo con Moisés; con motivo de la alianza, éste subió al monte dos veces: la primera vez, aunque llegó él solo a la presencia de Dios, subió acompañado por los notables (Éx 24,1-2.9.12); la segunda, después de la idolatría del becerro de oro, subió solo (Éx 34,3).
Un caso semejante se verifica en Mc 6,46 y Mt 14,23, donde Jesús, ante la incomprensión de los discípulos en el episodio de los panes (cf. Mc 6,52), sube al monte a orar.
En Mc 9,3 par., la excelencia e importancia de la revelación a los discípulos que va a verificarse explican la denominación “un monte alto” para el de la transfiguración. En Mt 28,16, el encargo de la misión universal se hace también en “el monte”, situado en Galilea, tierra fronteriza con el mundo pagano.
La denominación “el monte de los Olivos” (Mc 11,1; 13,3; 14,26) es restrictiva; su conexión particular con Jerusalén muestra que, en este caso, el contacto de la esfera divina con la humana concierne solamente a Israel (cf. Zac 14,4) y, en particular, al templo (Mc 13,3: “Mientras estaba él sentado en el monte de los Olivos, enfrente del templo”).
Marcos distingue “el monte” y “el monte de los Olivos”, ambos en relación con Jesús, de otros “montes”: los de Gerasa (5,5.11), el de Jerusalén (11,23). Los de Gerasa podrían aludir a un culto pagano, y el plural “montes”, a una pluralidad de dioses; el de 11,23, “el monte ese”, designa el monte del templo, es decir, la institución judía en cuanto teocrática, aunque hubiese perdido todo derecho a asumir tal carácter.
El “monte altísimo” de la tercera tentación de Jesús (Mt 4,8) indica la soberbia del poder (Satanás), que pide el homenaje de Jesús, arrogándose la suprema condición divina.
El origen de estos símbolos, el cielo y el monte, se encuentra en la asociación instintiva de la excelencia con la altura.

EL CIELO.

EL CIELO.
El cielo designa en primer lugar el firmamento, la bóveda celeste que domina la tierra y que al mismo tiempo lo abarca todo. Para los griegos, el cielo era la morada de los dioses, y se localizaba en el Olimpo, monte de las tempestades.
En el AT se consideraba el cielo (hebr. Shamayîm) como una entidad material y sólida: el cielo es desplegado (Is 40,42; 44,24; 45,12; Sal 104,2, etc.), tiene “compuertas” (Gn 7,11; 2 Re 7,2.19), columnas (Job 26,11) y cimientos (2 Sm 22,8), lo que demuestra que era equivalente de “firmamento” (hebr. Raqîa). Éste indicaba la enorme cúpula luminosa del cielo sobre la cual estaba el océano celeste (Sal 148, 4-6), cuyo azul se veía desde la tierra. De él procedía la lluvia benéfica o el diluvio destructor.
Según el AT, el cielo fue creado por Yahvé. La mayor parte de las menciones del cielo con contenido teológico hablan de él como la habitación de Yahvé, aunque no la única, pues se habla también del templo (1 Re 8,12; 2 Re 19,14), del arca de la alianza o de otros lugares sagrados, aunque hay que distinguir en cada caso si se trata del lugar de habitación o de manifestación. Sin embargo, domina la imagen de Yahvé como rey que tiene su trono en el cielo, desde donde gobierna el mundo y donde recibe un culto celeste (Gn 11, 5.7; 19,24; 24,3.7; Dt 4,36; 26,15; IS 63,19; Ez 1,1; Sal 113,5s).
El cielo, considerado el lugar especial de la presencia de Yahvé, se representa como fuente de toda bendición (Gn 49, 2.5; Dt 33,13), sede de la vida eterna, inaccesible al hombre, y lugar en el que la salvación preparada por Dios existe ya antes de su realización en la tierra (Sal 89,3; Is 34,5); de ahí que algunos personajes sean arrebatados al cielo (2 Re 2,11). Pero en el AT no conoce el cielo como lugar de los salvados después de la muerte.
El modo de hablar del NT responde a la concepción común de la época de considerar el cielo/firmamento como una cúpula sólida o como una tienda. Como para el judaísmo y el helenismo, la divinidad está “en lo alto” y actúa “desde lo alto”. Se considera el cielo como el ámbito de Dios y se usa como sinónimo de él (cf. Mt: “el reino de los cielos”).
Pero, en realidad, “el cielo” como lugar pasa a ser símbolo. Así, aunque en los evangelios se habla de “los cielos” (el plural es un semitismo) como lugar de Dios, como se ve en la expresión “el Padre que [está] en los cielos” (Mt 5, 16), se habla al miso tiempo “del Padre que está en lo escondido”, quiere decir que esas localizaciones son maneras de expresar aspectos del ser divino: la lejanía e inaccesibilidad del “cielo” simboliza la trascendencia o excelencia de Dios, mientras “estar en lo escondido” significa su cercanía e invisibilidad. En los evangelios, “el cielo” no es, por tanto, la designación de un lugar, sino la indicación dinámica de un punto de partida, la esfera divina.
En la literatura rabínica, “el cielo” sustituye al nombre divino. Este uso se encuentra también en ciertas frases de los evangelios (Lc 15,18.21; Mc 10,21; 11,30 par.; Mt 6,20 par.; 5,12 par.; Lc 10,20 par.) y en la común en Mateo: “el reino de los cielos” (Mt 3,2; 5,3, etc.). La razón de esta paráfrasis parece ser que la acción de Dios como rey, que instaura el reino, se entiende como una realeza que actúa desde el cielo o esfera divina. Al lado, sin embargo, se encuentra en el mismo evangelio la expresión “el reino de Dios” (Mt 12,28; 21,31.43); en el NT no hay ningún recato en pronunciar directamente el nombre divino.