miércoles, 18 de febrero de 2009

EL CAMINO.

EL CAMINO.
El camino (gr. hodós), como hecho de caminar o como suelo por el que se camina, es una realidad que se presta mucho a sentidos figurados en todas las lenguas. En español hay buen número de expresiones que utilizan este término: “el camino recto” o “torcido”, “no salirse del camino trillado” (seguir la costumbre), “abrirse camino” (encontrar un medio de vida), “estar en camino de algo” (p. ej., de arruinarse), “ir por buen (o mal) camino”, “llevar camino de algo”, “quedarse a mitad de camino” (no acabar lo que se había emprendido), etc.
En la Grecia clásica, la vida se comparaba a un camino (Demócrito, Fragm. 230), y “camino de vida” significaba el modo de vivir (Platón, Rep., X, 600a); una conducta inconveniente se describe como “ir por mal camino”. Se encuentra a menudo la figura de “los dos caminos” (Hesíodo, Trab., 287ss, etc.), el de la virtud y el del mal, que se prolonga en épocas posteriores en la filosofía popular y en la literatura cristiana.
En el AT, el uso del término “camino” está fuertemente marcado por el que Dios hizo recorrer al pueblo sacándolo de Egipto y conduciéndolo por el desierto hasta hacerlo entrar en la tierra prometida. “El camino” o “los caminos de Dios” denotan así su actividad salvadora (Sal 67,3: “Conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación”) o, más en general, el modo de actuar de Dios (Sal 25,10: “Las sendas del Señor son la lealtad y la fidelidad”; 145,17: “El Señor es justo en todos sus caminos, leal con todas sus criaturas”).
Dt 8,2 ve el camino a través del desierto como el tiempo de la prueba para Israel: “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, si guardas sus preceptos o no.”
“Andar en los caminos del Señor” significa en el AT actuar según la voluntad de Dios, revelada en sus mandamientos y prescripciones (1 Re 2,3, recomendaciones de David a Salomón: “Guarda las consignas del Señor, tu Dios, caminando por sus sendas”; cf. 8,58). La Ley se llama “el camino del Señor” (Jr 5,4: “No conocen el camino del Señor, el precepto de su Dios”), cuya observancia exigen los profetas (Mal 2,8; cf. Éx 32,8: “Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado”). Al lado de la declaración: “porque seguí los caminos del Señor y no renegué de mi Dios” (Sal 18,22), está la oración: “Señor, enséñame tu camino” (Sal 27,11; 86,11). En lugar de “el camino del Señor” se usa en los libros sapienciales “el camino / los caminos de la sabiduría” (Prov 3,17; 4,11; Eclo 6,26).
La vida del hombre como tal o en sus peculiaridades individuales puede ser llamada “camino” o “sendero” (Sal 119, 105: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz para mi sendero”; Is 53,6: “Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino”). “Camino” significa también las acciones o la conducta del hombre, el modo de vivir (Éx 18,20: “Le enseñas [al pueblo] el camino que debe seguir”), bueno (Jr 6,16; Prov 8,20) o malo (Jr 25,5; Prov 8,13). El punto de referencia para juzgar el camino es la voluntad de Dios.
El camino por el que Dios guía al pueblo tiene como meta la salvación, es “el camino de la vida” (Sal 16,11; Prov 5,6). Desviarse de él significa ir a la ruina (Dt 30,17s).
Mientras el pensamiento griego vio en el hombre la posibilidad de tomar decisiones libres respecto a su modo de vida, el AT sólo conoce la obediencia o desobediencia a Dios. Dios tomó la decisión de hacer una alianza con Israel; en consecuencia, éste sólo puede ahora decidir en favor o en contra de Dios, ser fiel a su alianza y obtener así bendición y vida, o romperla y condenarse a la maldición y a la muerte (Dt 11,26s: “Hoy os pongo delante bendición y maldición; la bendición, si acatáis los preceptos del Señor…; la maldición, si no [los] acatáis”; 30,15ss: “Hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal”; cf. Prov 2,12.20; 4,18s; Sal 1).
Los documentos de Qumrán, con su visión dualista, adoptan la idea de “los dos caminos”, aparecida ya antes en el judaísmo: el camino de la verdad y el de la corrupción o de la maldad. Los justos van por el camino de la luz; los malvados, por el de las tinieblas.
En los evangelios sinópticos, “el camino” designa ante todo el camino hacia Jerusalén, lugar de enfrentamiento de Jesús con la institución judía y de su muerte (Mc 10,32: “Iban por el camino, subiendo a Jerusalén”); las alusiones a este camino aparecen durante un largo trozo de Marcos (Mc 8,27; 9,33b.34; 10,32.52; 11,8), y durante el recorrido Jesús instruye de diversas maneras al grupo de discípulos; hay quien está “junto al camino”, es decir, fuera de él, como el ciego (Mc 10,46).
Pero es Lucas el evangelista que más desarrolla el recorrido del camino de Jesús. Su quinta sección, que se extiende a lo largo de diez capítulos (9,5-19,46) abarca el viaje de Jesús hacia Jerusalén. Durante el viaje se entremezclan la formación de los discípulos y la polémica con los adversarios, de cuya ideología participan los discípulos. El centro se sitúa en la denuncia de Jerusalén (13,31-35).
Tanto en Marcos como en Lucas y, paralelamente en Mateo, el camino hacia Jerusalén es figura de la entrega voluntaria de Jesús; indica figuradamente el dinamismo de su modo de vida, el progreso incesante hacia su meta; es un camino de renuncia, sin riqueza ni honor, un camino que lo lleva a la entrega total, para ofrecer a la humanidad una posibilidad de salvación.
El Evangelio de Juan usa “camino” sólo cuatro veces (14, 1-6), y en un sentido diferente. Jesús no recorre un camino, él es “el camino” (14,6) hacia el Padre. Es decir, el itinerario o camino del discípulo, que en Juan se concibe como el de la semejanza con el Padre, es Jesús; no hay posibilidad de irse pareciendo al Padre si no es mediante la identificación con Jesús.
En todos los evangelios, cualquiera que sea la manera de concebir “el camino”, esta figura está íntimamente asociada a la de “seguimiento”. El discípulo ha de ser un “seguidor” de Jesús. Esa es la invitación que él hace y la respuesta que obtiene de los suyos (Mc 2,14, etc.).
En su sentido ordinario, “seguir” significa mantenerse cerca de alguien, gracias a un movimiento subordinado al de esa persona. Supone un camino común, marcado por el personaje principal.
De este sentido se pasa fácilmente al figurado. Dado que el “camino” es figura de la conducta, del modo de proceder, “seguir” a Jesús significa proceder como él, tener un modo de vida como el suyo. La cercanía que implica “seguir” se transforma en “semejanza”; el que tenga un modo de vida más parecido al de Jesús será quien más cerca esté de él, quien más se parezca a él.
Pero la figura del “camino” implica además una meta, que, para Jesús, es la entrega total, consumada con su muerte. “Seguir a Jesús” significa, por tanto, asemejarse a él por un modo de vida y una actividad como los suyos; la meta del discípulo es la misma de Jesús: la entrega total por amor a la humanidad, entrega que lo lleva a la plenitud humana.

OJO, MANO, PIE.

OJO, MANO, PIE.
Estos órganos o miembros del cuerpo se prestan a sentidos figurados en todas las culturas. Repárese en frases como “ver con malos ojos” (envidia), “echar el ojo a algo” y “poner los ojos en algo” (deseo, intención, ambición), “comer más con los ojos que con la boca” (avidez), para comprender que el español conoce muchos usos figurados de la palabra “ojo”.
Lo mismo pasa con la mano: “estar” o “poner en manos de alguien” (tener capacidad, encargar), “untarle la mano a alguien” (sobornar), “bajo mano” (encubiertamente), “poner manos a la obra” (empezar un trabajo), “llevar entre manos” (estar encargado), son figuras.
El pie o su equivalente “los pasos” se prestan también a muchos sentidos no literales: “con buen pie” (con buena suerte o con acierto), “con pies de plomo” (con mucha cautela), “para los pies a alguien” (impedir la continuación de algún acto impertinente), “dar un mal paso” (hacer algo inconveniente o dañoso), “andar en malos pasos” (estar haciendo algo censurable), “por sus pasos contados” (con orden y pausadamente).
Para nuestro propósito bastará notar algunos usos figurados propios de la cultura judía y más o menos extraños a la nuestra.
“El ojo” puede indicar inclinación, deseo, ambición, avidez y, más en general, la disposición de la persona respecto a algo considerado apetecible, en particular a los bienes materiales.
Un pasaje cuyo sentido sólo se entiende si se interpreta bien el significado del “ojo” es Mt 6,22s. Literalmente se habla en él de un “ojo simple” (no de un “ojo sano”, como suele traducirse) y de un “ojo malvado” (no de un “ojo enfermo”).
Ahora bien: en el AT, “ojo malvado” significa la tacañería, como en Dt 15,9: “Cuidado, no se te ocurra este pensamiento rastrero: “Esta cerca el año… de remisión”, y seas tacaño [lit. “y se haga tu ojo malvado”] con tu hermano pobre y no le des nada” (cf. Dt 28,54.56; Prov 28,22); lo mismo en Eclo 14,10: lit., “Un ojo malvado es envidioso con el pan”, es decir, “el tacaño escatima el pan”; Tob 4,7.17: “Da limosna de tus bienes y no seas tacaño”, lit.: “y que tu ojo no sea envidioso cuando haces limosna”). Significa también la envidia (Dt 28,45.56; Prov 23,6). Puede decirse, por tanto, que la expresión denota en general el apego a los bienes, que induce a retener los propios para sí (“tacañería”, lo contrario de compartir) o a desear par sí los ajenos (“envidia”).
La “simplicidad” o “sencillez” atribuida al ojo (“ojo simple”) equivale a la generosidad o al desprendimiento, según el significado común de la palabra “simplicidad” en la lengua helenística y en la del NT (2 Cor 8,2; cf. Prov 11,25 LXX; cfr. 22,9).
Resulta así que la perícopa, como la que le precede (Mt 6,19: “Dejaos de amontonar riquezas en la tierra”, etc) y la que la sigue (6,24: “Nadie puede estar al servicio de dos señores”, etc) trata el tema del dinero. Habla de la generosidad, que se traduce en el compartir, como lo que da el valor a la persona, y de la tacañería o apego al dinero como de lo que hace a la persona miserable. La primera ha de ser la característica del discípulo.
En la frase bien conocida “si tu ojo te escandaliza” o, mejor, “te pone en peligro” (Mc 9,47; Mt 18,9), el ojo significa la ambición, que hace flaquear en el seguimiento de Jesús o renunciar a él.
En el AT, “la mano” es figura de la actividad (“las obras de sus manos”, hablando de Dios), y lo mismo en los evangelios. “La mano que pone en peligro” (Mc 9,43; Mt 18,8) significa, pues, una actividad que no concuerda con el mensaje de Jesús.
Cuando en el AT se quiere ponderar la fuerza de Dios se habla de “su brazo”; si es su fuerza guerrera, de “su brazo extendido” (Éx 6,6: “Os redimiré con brazo extendido y haciendo justicia solemne”; cfr. Dt 4,34). En los evangelios, la palabra “brazo” aparece solamente en dos textos y en el sentido de “fuerza”; en el Magnificat, donde se usa el lenguaje del Éxodo: “Su brazo ha intervenido con fuerza (Lc 1,51), y en Jn 12,38, citando a Is 53,1: “¿a quién se ha revelado el brazo / la fuerza del Señor?”. También la mano, sin embargo, significa a veces una actividad potente (Is 48,13: “mi mano cimentó la tierra, mi diestra desplegó el cielo”).
Hay que notar, sin embargo, que el término griego kheir no significa sólo “mano”, sino también “brazo” (en griego, ya desde Homero); así puede traducirse en el caso del inválido de la sinagoga (Mc 3,1ss: “el hombre del brazo atrofiado”, es decir, el hombre privado de toda actividad.
Para Israel, la mano de Dios significa salvación y liberación; para sus enemigos, destrucción y ruina (Éx 7,4: “Yo extenderé mi mano contra Egipto y sacaré de Egipto a … los israelitas, haciendo solemne justicia”; cf. 9,3; 1 Sm 7,13). La mano de Dios podía expresar justo castigo (1 Sm 5,6: “La mano del Señor descargó sobre los asdodeos, aterrorizándolos”), solicitud amorosa (Sal 145,16: “abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente”) o protección divina. (Is 51,16: “Puse en tu boca mi palabra, te cubrí con la sombra de mi mano”).
El sentido de seguridad y protección aparece en Lc 23,46: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, y en Jn 10,29: “nadie puede arrancar nada de la mano del Padre”. Por lo demás, la mano o manos de Jesús representan su actividad siempre beneficiosa. Para curar, toca con la mano (Mc 1,41) o la aplica (Mc 5,23; 6,5; 7,32; 8,23; Mt 9,18; Lc 13,13); para bendecir, la impone (Mc 10,16; Mt 19,13.15).
“El pie” tiene relación con el camino y es figura de la conducta. “El pie que pone en peligro” (Mc 9,45; Mt 18,8) es una conducta, un caminar que no sigue al de Jesús.

LA LEVADURA.

LA LEVADURA.
La levadura usada entre los judíos era un trozo de masa vieja y ácida que se introducía o “se escondía” en la masa nueva para que la penetrara y la hiciese ligera (Mt 13,33: “Se parece el reino de Dios a la levadura que metió/escondió una mujer en medio quintal de harina; todo acabó por fermentar; cf. Lc 13,21).
En el AT hay varias regulaciones sobre la levadura (df. Éx 12,15.19; Dt 16,3). Su uso no era necesariamente tabú en los rituales judíos (cf. Lv 7,13), pero se prohibía en las ofrendas cereales que habían de ser consumidas por el fuego (Lv 2,11; 6,17). Cada año, en el rito de la Pascua y la fiesta de los Ázimos se eliminaba toda levadura de los hogares judíos antes del 14 de Nisán, y esa tarde y los siete días siguientes se comía únicamente pan sin fermentar (ázimo) (Éx 12,14-20), para conmemorar la apresurada huida de Egipto (Éx 12,34-39).
Los rabinos daban a la levadura diversos sentidos figurados. Para unos significaba la Ley con su poder de conversión. Filón le da el sentido de hinchada arrogancia y pretensión; otra veces la interpreta como alimento espiritual y radiante alegría.
El sentido negativo de la levadura aparece también en los usos de Roma. EL Estado romano no permitía a ciertos sacerdotes tener contacto con la levadura, porque según Plutarco (Quaestiones Romanae, 109), debilitaba, agriaba y corrompía.
El doble valor de la levadura se encuentra también en los evangelios. Es una figura positiva en la parábola del reino de Dios (Mt 13,33, antes citado; Lc 13,21). Otras veces, en cambio, es negativa: representa en Marcos la ideología de los fariseos y la de los herodianos; el sentido peyorativo es manifiesto, pues Jesús dice a los discípulos que han de precaverse de ellas (Mc 8,15: “cuidado con la levadura de los fariseos y con la levadura de los herodianos”). Hablando de fariseos y saduceos, Mateo la interpreta como doctrina corruptora (Mt 16,11s: “Mucho cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos.” Entonces comprendieron que no los prevenía contra la levadura del pan, sino contra la doctrina de los fariseos y saduceos). Lucas, tratando sólo de fariseos, la identifica con la “hipocresía” (Lc 12,1: “Cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”).

BETANIA

BETANIA.
Otra figura creada por los evangelistas es la de Betania, nombre de un poblado o aldea bien conocido, situado cerca de Jerusalén, en la parte del monte de los Olivos. Este nombre, que en hebreo significa probablemente “casa del pobre”, sirve como figura de diferentes maneras.
En Marcos tiene valor negativo: Betania (14,3: “Estando él en Betania reclinado a la mesa”; cf. Mt 26,6) es tipo de “la aldea” (11,1). De hecho, es el lugar donde impera la ideología del judaísmo y donde los presentes se oponen al gesto de amor de la mujer que unge la cabeza de Jesús (Mc 14,4: “Mc 14,4: “¿Para qué se ha malgastado así el perfue?”).
En Juan, en cambio, tiene valor positivo, aunque en un caso (11,18) se mezcle con elementos negativos. Además, en este evangelio, “Betania” no designa un lugar, sino varios:
1) El lugar donde Juan bautizaba, situado al otro lado del Jordán (1,28: “Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando”);
2) La aldea de Lázaro, Marta y María (11,1: “Había cierto enfermo, Lázaro, que era de Betania”; 11,18: “Betania estaba cerca de Jerusalén, a unos tres kilómetros”), y
3) En relación con esta última, el lugar donde se celebra la cena en honor de Jesús (12,1: “Jesús, seis días antes de la Pascua, fue a Betania, donde estaba Lázaro”).
Hay todavía otro pasaje (Jn 10,40) donde se alude a la Betania donde Juan bautizaba: a aquel lugar se marcha Jesús (10,40: “Se fue esta vez al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado bautizando al principio”), después de ser rechazado por los dirigentes en el templo como Mesías consagrado por Dios (10,29-39).
En tres de estos pasajes se presenta Betania como lugar donde existe la comunidad de Jesús:
a) En 10,40-42, el hecho de que Jesús atraviese el Jordán es una alusión a Josué, quien, cruzando el río, entró en la tierra prometida a la cabeza del pueblo (Jos 3-4). Es decir, la localización inicial de Juan Bautista en una Betania al otro lado del Jordán (1,28) aparece como el anuncio de una nueva tierra prometida donde Jesús se establece y se forma su comunidad, fuera del territorio propiamente judío (Jn 10,40-42: “Jesús fue esta vez al otro lado del Jordán… y se quedó allí… Y allí muchos le dieron su adhesión”).
b) En 11,18, Betania es figura de una comunidad cristiana, pero su cercanía a Jerusalén indica de modo figurado que esta comunidad no ha efectuado el éxodo, es decir, que no ha roto con los valores de la institución judía. De hecho, todo el episodio de Lázaro hace ver que las hermanas de Lázaro tenían la misma idea de la muerte que los judíos que habían acudido para darles el pésame y que Jesús tuvo que hacerles comprender la novedad que crea la adhesión a él.
c) En 12,1 no se precisa la localización de Betania; representa simplemente el lugar de la comunidad de Jesús, que ha renunciado definitivamente a las categorías del pasado al percibir el amor de Dios, que comunica vida definitiva (11,40: “la gloria”). Betania es así figura de la nueva tierra prometida.

LA ALDEA Y LA CIUDAD EN MARCOS

LA ALDEA Y LA CIUDAD EN MARCOS
Al lado de las figuras heredadas del AT, como las que acabamos de exponer, encontramos otras creadas por los evangelistas. Comencemos por una que es propia de Marcos.
Se trata del término “aldea” (gr kôme). “La aldea”, en singular y con artículo, aparece en Mc en tres ocasiones, dos en el episodio del ciego de Betsaida (8,23.26), y la tercera antes de la entrada en Jerusalén (11,2). En el episodio del ciego, “la aldea” es el lugar del que Jesús lo saca (8,23) y al que le prohíbe volver (8,26). Más tarde, cuando Jesús se acerca a Jerusalén, menciona “la aldea” como algo que está “frente a”, “enfrentada con” sus discípulos (11,2); en ambos casos tiene, por tanto, sentido peyorativo.
Obsérvese que, si se interpreta el pasaje (Mc 8,22b-26) en sentido meramente histórico, la terminante prohibición de Jesús al ciego curado de volver a la aldea (8,26) resulta inexplicable; una vez recobrada la vista, lo mismo daría que estuviese en un lugar o en otro. La prohibición sólo tiene sentido si indica que el obstáculo para la visión consistía precisamente en permanecer en la aldea, es decir, que sólo saliendo de ella le era posible al ciego recuperar la vista, y quedando fuera de ella, conservarla.
Esta sospecha inicial del sentido peyorativo de “la aldea” queda confirmada por la alusión que hace el texto de Jr 31,32, donde Dios dice al pueblo de Israel: “Cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto”. Marcos utiliza los mismos términos griegos que Jeremías: “[Jesús,] agarrando la mano del ciego lo sacó fuera de la aldea” (8,23). De este modo, el evangelista pone en paralelo Egipto, la antigua tierra de esclavitud, y “la aldea”, que resulta ser así una nueva tierra de opresión, y es natural que Jesús prohíba volver a ese lugar.
Según esto, “la aldea” produce la ceguera, es decir, impide la visión. En este contexto representa el lugar donde domina una falsa concepción del Mesías, y cuyo influjo hace incapaces a los discípulos de reconocerlo en Jesús, a pesar de las muestras de su mesianismo que ha dado en los episodios de los panes (Mc 6,35-46; cf. 6,51s: “Su estupor era enorme, pues no habían entendido cuando lo de los panes; es más, su mente había quedado obcecada”; 8,17-21; cf 8,19-21: “Cuando partí los cinco panes para los cuatro mil, ¿cuántos cestos llenos de sobras recogisteis?” Le contestaron: “Doce”… Él les dijo: “Y ¿todavía no entendéis?”).
De este modo, en relación con “la ciudad” (Mc 11,19; 14,13). Jerusalén, sede del poder y centro donde se enseña la doctrina nacionalista, “la aldea” representa el ámbito popular que profesa la doctrina de la institución, cuyo ideal mesiánico “el de los hombres”, se opone al de Dios (8,33). Es figura de una parte del pueblo, que está dominada por la institución y es partidaria de ella.
Con esto se explica el pasaje de Mc 11,2: “la aldea que está frente a vosotros / enfrentada con vosotros”; los adictos a la ideología del judaísmo son hostiles a los discípulos, están enfrentados a ellos.
En cambio, cuando Marcos habla de “las aldeas”, en plural, designa lugares adonde va Jesús y donde puede enseñar (6,6b; cf 6,56; 8,27). Por la identidad del término y la contraposición entre “la aldea” y “las aldeas”, hay que ver en estas comunidades judías que no participan de esos ideales mesiánicos ni del apego a las instituciones. El contraste entre singular y plural podría indicar, además, que, según Marcos, la mayoría del pueblo no comparte la ideología de la institución.
Entre las aldeas se mencionan en particular las que se encuentran fuera del territorio judío (8,27: “a las aldeas de Cesarea de Filipo”), aludiendo con toda probabilidad a grupos israelitas en el extranjero.
El término “ciudad”, por su parte, se encuentra en singular y con artículo designando Cafarnaún (1,33: “La ciudad entera estaba congregada a la puerta”) y la ciudad / capital de la región gerasena (5,14: “Los porquerizos salieron huyendo, lo contaron en la ciudad y en las fincas…”), además de Jerusalén (11,19: “Cuando anocheció, salieron fuera de la ciudad”; cf. 14,13.16). Esta última es el centro desde donde domina la institución judía que crea el ámbito de “la aldea”; en Cafarnaún es donde están “asentados” los letrados, maestros de la doctrina oficial (2,6: “Pero estaban allí sentados unos letrados…”); desde la “ciudad / capital” de Gerasa acude gente que antepone el dinero a la liberación del hombre y pide a Jesús que se marche de la región (5,15-17). En Jerusalén está el centro de la institución y allí tienen su sede las escuelas teológicas que enseñan la doctrina oficial. En los tres casos, “la ciudad” denota un poder ideológico opresor.
En 1,45, “ciudad” (en singular) denota cualquier ciudad donde Jesús no pude entrar manifiestamente por causa de su acción con el leproso; esto indica que estas ciudades son lugares donde está vigente la ideología discriminatoria estampada en la Ley; centros donde impera el fariseísmo, como a continuación se ve en Cafarnaún (2,6).
En cambio, “las ciudades en plural (traducidas por “pueblos”, dada la escasa población del tiempo) son lugares desde donde la gente acude a Jesús (6,33: “Desde todos los pueblos fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron”) o que Jesús visita (6,56: “En cualquier parte que entraba, aldeas, pueblos o caseríos”). Como en el caso de “la aldea”, la distinción entre el singular “ciudad (oposición a Jesús) y plural “ciudades/pueblos” (aceptación de Jesús) hace ver que Marcos estimaba que la mayoría del pueblo judío del tiempo estaba al margen de la institución y de su doctrina.
“La aldea” judía y “la ciudad” (Jerusalén) son, pues, figuras correlativas, indicando, respectivamente, el ámbito sometido a la ideología de la institución y su centro. Contrapuestas a ambas aparecen “las aldeas”, “las ciudades / pueblos” y “los campos / caseríos / fincas”, que denotan las zonas periféricas de donde la gente acude a Jesús, que él visita y donde se acepta su enseñanza.

EL MANTO

EL MANTO.
Otra figura usada por los evangelistas es la de “el manto”, que no ha perdurado hasta nuestros días. Ellos, sin embargo, la habían heredado del AT y de la cultura judía, donde poseía varios significados, y seguía viva en su época. Siguiendo esta tradición, tres son los significados de “el manto” en los evangelios:
a) Manto: reinado o reino.
En primer lugar, en el AT el manto sirvió como figura de un reinado o de un reino. Así se ve en una expresiva escena, en la que el desgarro del manto del profeta Samuel, que Saúl quiere retener, indica que éste pierde el derecho a reinar que Dios le había dado (1 Sm 15,26-28: “Samuel le contestó: “No volveré contigo. Por haber rechazado la palabra del Señor, el Señor te rechaza como rey de Israel.” Samuel dio media vuelta para marcharse. Saúl le agarró la orla del manto, que se rasgó, y Samuel le dijo: “El Señor te arranca hoy el reino y se lo entrega a otro más digno que tú””).
Hay otro episodio que expone el mismo sentido figurado de manera aún más elocuente. En él se cuenta que el profeta Ajías, para significar la división del reino a la muerte de Salomón, dividió su propio manto en doce partes, en correspondencia con las doce tribus: diez partes representaban el reino de Israel y dos el de Judá (1 Re 11,29-32: “Un día salió Jeroboán de Jerusalén, y el profeta Ajías de Siló, envuelto en un manto nuevo, se lo encontró en el camino; estaban los dos solos, en descampado. Ajías agarró su manto nuevo, lo rasgó en doce tronos y dijo a Jeroboán: “Cógete diez trozos, porque así dice el Señor, Dios de Israel: Voy a arrancarle el reino a Salomón y voy a darte a ti diez tribus; lo restante será para él””).
Entre los evangelistas, es Juan quien recoge este sentido figurado del manto, aunque dándole un sesgo particular. El manto de Jesús, rey de los judíos (Jn 19,19: “Pilato escribió además un letrero y lo fijó en la cruz; estaba escrito: “Jesús el Nazareno, el rey de los judíos””), es figura de su reinado. Los soldados cogen el manto y lo dividen en cuatro partes, que ellos se apropian (19,23: “Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su manto y lo hicieron cuatro partes, una para cada soldado; además, la túnica”). El antiguo reinado sobre los judíos se realizará ahora sobre los paganos: éstos quitan a los judíos su rey para hacerlo rey suyo. Las cuatro partes en que dividen el manto aluden a los cuatro puntos cardinales y significan la tierra entera. La salvación sale de los judíos (Jn 4,22), pero se extiende a toda la humanidad.
b) Manto: espíritu de la persona.
Otro simbolismo que se atribuye al manto en el AT es el de la transmisión del espíritu profético. Así, Elías da a entender a Eliseo su vocación profética, echándole encima su manto (1 Re 19,19s: “Elías… encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando… Elías pasó junto a él y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías..”). Cuando es arrebatado al cielo, Elías le transmite su espíritu, dejándole el manto en herencia; llevar el manto de Elías era la señal de estar revestido de su mismo espíritu y continuar su misma misión. Así se expresa en 2 Re 2,1-15 (cf. 2,14s: “Golpeó el agua [con el manto], el agua se dividió por medio y Eliseo cruzó. Al verlo los hermanos profetas que estaban enfrente, comentaron: “¡Se ha posado sobre Eliseo el espíritu de Elías!”).
Juan utiliza el tema del vestido-herencia, pero lo modifica desdoblándolo en manto y túnica: ambos son figura del Espíritu que Jesús comunica con su muerte. Al no ser un solo hombre quien va a recibirlo (como en el caso de Eliseo), sino hombres esparcidos por el mundo entero, Juan necesita expresar que la herencia de Jesús es para todos los pueblos (manto dividido en cuatro partes) y, al mismo tiempo, señalar la indivisible unidad del Espíritu que reciben (19,23s: “La túnica no tenía costura, estaba tejida toda entera desde arriba. Se dijeron [los soldados] unos a otros: “No la dividamos, la sorteamos a ver a quién le toca””).
c) Manto: persona.
Además de los sentidos figurados ya expuestos, el de manto como reinado/reino y como espíritu de la persona, existe un tercero: el del manto como figura de la persona misma.
También éste procede del AT. En efecto, después de la unción de Jehú por un profeta, los oficiales alfombran los escalones con sus mantos, aclamándolo como rey en lugar de Ajab (2 Re 9,12s: “Jehú entonces les dijo: “Te unjo rey de Israel.” Inmediatamente cogió cada uno su manto y lo echó a los pies. Inmediatamente cogió cada uno su manto y lo echó a los pies de Jehú sobre los escalones. Tocaron la trompa y aclamaron: “¡Jehú es rey!”). El manto es aquí figura de las personas, que se someten a Jehú, poniendo a su disposición su propia vida.
Una escena parecida se da en la entrada de Jesús en Jerusalén. Gran parte de la multitud echa sus mantos en tierra ante Jesús, que cabalga el borrico (Mc 11,8 par.: “Muchos alfombraban el camino con sus mantos”), indicando su sumisión a él, al que consideraban como rey sucesor de David (Mc 11,10: “¡Bendito el reinado que llega, el de nuestro padre David!”; Mt 21,9: “¡Viva el hijo de David!”) y, por tanto, dueño de sus vidas.

Pero el manto como figura de la persona aparece en otras ocasiones con matices
distintos. El hecho de que los enfermos toquen el manto de Jesús y se curen es figura de la vida que dimana de su persona; es el caso de la mujer con flujos (Mc 5,27.29: “Acercándose entre la multitud, [la mujer] le tocó por detrás el manto… Inmediatamente se secó la fuente de su hemorragia”) y el de los enfermos de la comarca de Genesaret (6,56: “Colocaban a los enfermos en las plazas y le rogaban que les dejase tocar aunque fuera el borde de su manto; y cuantos lo tocaban obtenían la salud”).
Como complemento al sentido del manto como persona, nótese que la figura de “tocar el manto” se emplea solamente cuando los enfermos pertenecen al pueblo judío (Mc 5,27.28.30; 6,56 par.), no cuando se trata de paganos; esto indica que mediante esta figura el evangelista describe actos que se refieren a su labor personal e histórica de Jesús. Lo mismo sucede con “coger de la mano” (Mc 1,31; 5,41; 9,27 par.) o “aplicar las manos” para curar (Mc 6,5; 7,32; 8,23).
En el Evangelio de Juan, cuando Jesús se quita el manto antes del lavado de los pies (Jn 13,3: “se levantó de la mesa, dejó el manto…”) y vuelve a ponérselo al final (13,12: “Cuando les lavó los pies, tomó su manto y se recostó de nuevo a la mesa”), indica la entrega de su persona y la vuelta a la vida, o, en otras palabras, que Jesús se desprende de su vida y la recobra (cf Jn 10,17: “Yo entrego mi vida y así la recobro”). Los verbos griegos que usa Juan en los dos pasajes son los mismos (“entregar”/”dejar” = títhêmi; “recobrar”/ “tomar [de nuevo]” = lambánô); la escena del lavado de los pies se pone así en relación con la muerte y la resurrección de Jesús.
En Mc 10,50 se da otro caso de este uso figurado del manto que da mucha luz sobre cómo los evangelistas expresan un sentido profundo y teológico a modo de sencilla narración histórica. El gesto del mendigo ciego, cuando tira a un lado el manto (detalle aparentemente superfluo en la narración) antes de acercarse a Jesús (Mc 10,50: “El tiró a un lado el manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús”), significa de algún modo que el ciego deja a un lado su vida o persona.
De hecho, con el gesto indica Marcos el cumplimiento de las condiciones de seguimiento: “Si uno quiere venirse conmigo, reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y entonces me siga” (Mc 8,34). “Renegar de uno mismo” significa renunciar a toda ambición (manifestada poco antes por los Zebedeos; cf 10,37:”Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda el día de tu gloria”); “cargar con la propia cruz” equivale a aceptar la condena de la sociedad, estando dispuesto en el caso extremo a dar la vida (como lo propone Jesús a los dos hermanos; cf. Mc 10,38: “¿Sois capaces de pasar el trago que yo voy a pasar, o de dejaros sumergir por las aguas que me van a sumergir a mí?”).
Además, inmediatamente antes (10,45), Jesús mismo, al describir su misión, ha enunciado las dos actitudes que había expresado en las condiciones de seguimiento: “Tampoco el Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir (que exige como condición “renegar de sí mismo”, renunciar a toda ambición) y para dar su vida en rescate por todos” (= “cargar con su cruz”, aceptar la muerte por el bien de los hombres). Que el gesto del ciego, tirar a un lado el manto, signifique la aceptación de esas condiciones se confirma porque, después de recobrar la vista, sigue a Jesús (10,52: “y lo seguía en el camino”).
Para ver cómo el mismo contenido puede ser expresado por los diversos evangelistas con figuras diferentes, obsérvese como la figura del manto del ciego, utilizada por Marcos, tiene su paralelo en otra que aparece en el Evangelio de Juan, en el episodio de la pesca, aplicada a la persona de Pedro (Jn 21,7: “Simón Pedro entonces, al oír que era el Señor, se ató la prenda encima a la cintura, pues estaba desnudo, y se tiró al mar”).
En este pasaje, “estar desnudo” significa no llevar puesto el paño que Jesús se ciñó en la Cena para servir a los suyos; así lo indica Juan al usar el mismo verbo “atarse a la cintura” (diazónnymi) para la acción de Jesús en la cena y para la de Pedro en la pesca (13,4.5; 21,7) y no usarlo en ningún otro lugar del evangelio. Precisa Juan, además, que Pedro se ciñe “la prenda de encima”, aludiendo al paño para servir, que se pone encima de la ropa. Al ceñirse la prenda, Pedro significa que está dispuesto a servir, renunciando a toda ambición (“renegar de sí mismo”, primera condición para el seguimiento); su segundo acto, “tirarse al mar”, muestra que está dispuesto a aceptar incluso la muerte (“cargar con su cruz”, segunda condición).

domingo, 8 de febrero de 2009

CEGUERA Y SORDERA

CEGUERA Y SORDERA.
Defectos físicos como la ceguera y la sordera se prestan a sentidos figurados en todas las culturas. Incluso en la nuestra actual se dice “no hay peor sordo que el que no quiere oír” o “estaba cegado por la pasión”, dichos en los que los términos no tienen su significado físico.
No es extraño, pues, que los términos “ciego”, “ceguera”, “sordo”, “sordera”, aparezcan en los evangelios con sentidos figurados. Es más, la transposición de sentido no es original de los evangelistas, sino una continuación del uso común en la literatura profética. Para darse cuenta de ello, véanse algunos pasajes:
- Is 6,9: “Embota el corazón (la mente) de ese pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan, que su corazón (mente) no entienda, que no se convierta y sane.”
- Is 42,18 (dirigido al pueblo): “Sordos, escuchad y oíd; ciegos, mirad y ved.”
- Jr 5,20-23: “Escúchalo, pueblo necio y sin juicio, que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye… este pueblo es duro y rebelde de corazón (mente) y se marcha lejos.”
- Ez 12,2: “Hijo de Adán, vives en la casa rebelde: tienen ojos para ver, y no ven, tienen oídos para oír, y no oyen; pues son casa rebelde.”
Como se ve, la ceguera y la sordera pueden significar no sólo la incapacidad de comprender, sino también resistencia o rechazo a comprender, equivalente a rebeldía.
Por lo demás, los evangelistas mismos indican el sentido figurado de la ceguera y sordera que aparecen en los evangelios. Por ejemplo, la primera vez que Marcos alude a la ceguera y a la sordera (Mc 4,12: “para que por más que miren, no vean; por más que oigan, no perciban”), éstas se refieren a la multitud, indicando que es imposible para ella comprender el mensaje de Jesús a menos que no cambien primero de actitud. Todos los pasajes posteriores que hablan de sordera o ceguera dependen de éste, y en ellos la respectiva incapacidad es siempre una figura que señala la dificultad para percibir una realidad o la resistencia a comprenderla. Así lo expresa Jesús en la invectiva que dirige a los discípulos, poniendo en paralelo la ceguera y la sordera con la obcecación de la mente (Mc 8,17s; “¿Tenéis la mente obcecada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?”).
Puede decirse lo mismo de los otros tres evangelistas. Así, en Mt 11,5 se promete como obra del Mesías que los ciegos recobrarán la vista, aludiendo a Is 35,5s y 42,18, donde se usa en sentido figurado. Según Isaías, en la labor del Servidor de Yahvé entraba “abrir los ojos a los ciegos”, por ser él “la luz de las naciones” (Is 42,6s); en este contexto, “los ciegos” son,m pues, los paganos, que no conocen al verdadero Dios. En Mt 15,14 Jesús llama a los fariseos “ciegos y guías de ciegos”, con claro sentido figurado.
Lo mismo cabe decir de la sordera, que puede ir acompañada de la mudez, como en Mt 9,32s; 12,22; Lc 11,14.
En Juan no aparece la sordera; es más, suprime su mención en el texto de Is 6,9, antes citado (Jn 12,40: “Les ha cegado los ojos y les ha embotado la mente, para que sus ojos no vean ni su mente perciba ni se conviertan ni yo los cure”). Esto se debe a que Juan, a partir del Prólogo, utiliza “la luz” como símbolo de la vida contenida en el Proyecto divino (1,4: “la vida era la luz del hombre) y formula la decisión fundamental del hombre como la opción entre “luz” y “tiniebla” (3,19-21).
Además de en el texto de 12,40 antes citado, la ceguera aparece en Juan en otras dos ocasiones: afectando a la multitud que yace en la piscina (5,3) y en el ciego de nacimiento (9,1ss).
El significado de la ceguera en Juan es la incapacidad de percibir el esplendor de la gloria/amor de Dios manifestada en Jesús (la gloria/amor de Jesús). Está provocada por “la tiniebla” que impide ver, es decir, por la ideología del sistema judío, que propone una falsa imagen de Dios, en la que no se puede reconocer su amor.

RESURRECCIÓN

RESURRECCIÓN.

El sustantivo gr. Anástasis y el verbo anístêmi denotan el hecho de ponerse en pie y, contextualmente, el “ponerse de nuevo de pie”. Este significado se especifica según los contextos: “ponerse en pie/comparecer” en un juicio (Mt 12,41; Jn 5,29), o “resucitar/resurrección”, ponerse de nuevo en pie el que yacía muerto (Mc 8,31; 9,31; 10,34; Jn 11,23s; 20,9; 1 Tes 4,14.16), también en sentido metafórico (Ef 5,14). Como transitivo significa “levantar/resucitar” a alguien (Jn 6,39s.44.54).
En los sinópticos (Mt, Mc y Lc) el pasaje más explícito sobre la resurrección se encuentra en la controversia de los Saduceos con Jesús en el templo (Mc 12,10-25). Contra el materialismo saduceo, que no admitía una vida más allá de la muerte, y la concepción farisea, que relegaba la resurrección a un futuro lejano y concebía la nueva vida como una mera continuación de la presente, Jesús afirma la potencia de Dios, dador de vida (12,24; 13,26s; 14,62): habla de la resurrección en presente (12,25: “cuando resucitan de la muerte”) y, de hecho, Abrahán, Isaac y Jacob, vivos para Dios, prueban la existencia de la vida después de la muerte física (12,26s). La condición de los resucitados no es como la de la vida mortal, “son como ángeles” (12,25), en el significado de “hijos de Dios”, cuya vida no se transmite por generación natural.
En Juan hay que distinguir el uso de los dos verbos citados. “Levantar/-se” está en relación con la “debilidad/enfermedad” (gr. Asthéneia). A las dos clases de “debilidad”, la que lleva a la muerte (5,5) y la que no es para muerte (11,14), corresponden dos tipos de “levantar/-se”.
a) El primero se encuentra en el episodio del inválido de la piscina y equivale a “dar salud/ la integridad” al hombre que carece de ella (5,8.9ª.11); esto se formula como “levantar a los muertos dándoles vida” (5,21). El inválido es tipo de la muchedumbre de enfermos (5,3), que son “los muertos”, hombres privados de vida en los que está frustrado el designio divino (6,40), los que, debido a una situación de “pecado” (5,14), están destinados a morir para siempre (3,16; 6,39; 17,12: perderse, la perdición). “Levantar a los muertos” significa, por tanto, sacar al hombre de la situación de pecado dándole vida definitiva (3,6; 6,63), hacer pasar de la muerte a la vida (5,24).
b) El segundo tipo, “levantar/-se de la muerte/de entre los muertos”, se aplica en primer término al “cuerpo” (sôma) de Jesús (2,19-21) o a Jesús mismo (2,22; 21,14); en segundo lugar, a Lázaro (12,1.9.17). En el caso de Jesús está en relación con su muerte física (destrucción del santuario/su cuerpo); en el de Lázaro, paralelamente sigue a una “debilidad” que no es para muerte (11,4). “Levantar” significa, pues, hacer superar la última debilidad propia de la “carne”, la muerte física.
c) Según Juan, por tanto, el hombre tiene una doble posibilidad:
1. Nace como “carne” débil, que por sí misma acaba en la muerte física. Ante él se presentan dos opciones: secundar la aspiración a la vida inherente a su ser de hombre (1,4) o reprimirla, haciendo suya la ideología que la extingue (1,5: la tiniebla; 5,3: ciegos; 5,14: “no peques más”). La opción positiva lleva a recibir el Espíritu y, con él, la vida definitiva. La opción negativa (el pecado) priva al hombre de vida y lo condena a muerte definitiva.
2. Por la opción positiva el hombre es “carne” + “espíritu” (sarx + pneuma). Pasada la muerte, última muestra de la debilidad de la “carne”, el “yo” (psykhê = hombre en cuanto individualidad consciente y libre) y el “cuerpo” (sôma = hombre en cuanto individualidad designable y activa) entran en su estadio definitivo. Según esta concepción, el hombre es un proyecto de inmortalidad (3,16; 6,40), que no se realiza sin su opción y colaboración. Al proyecto realizado corresponde la vida definitiva (zôê aiônios); al no realizado, la muerte definitiva (apóleia).

Los términos “resucitar/resurrección” no tienen relación con la “debilidad”, sino con la vida definitiva: “resucitar” es lo contrario de “perderse” (6,39), que significa morir para siempre. La resurrección consiste, pues, en superar la muerte física, es la continuidad de una vida que no puede perecer.
La muerte definitiva se evita lo mismo teniendo vida definitiva (3,16) que siendo resucitado el último día (6,39); de alguna manera, por tanto, se identifican vida definitiva y resurrección; cada fórmula presenta pues un aspecto de la misma realidad. Otra fórmula para el mismo hecho es “vivir para siempre” (6,58). Por otra parte, la vida definitiva es fruto de la fe en Jesús (3,16) ya durante la vida terrena; se confirma, pues, que la resurrección no es más que un aspecto de esa vida.

La resurrección se consideraba propia del “último día” y restauraba la vida del hombre interrumpida o disminuida por la muerte. Para Jesús no es así, pues la vida definitiva excluye de la muerte, y la posee ya quien ha recibido el Espíritu. La resurrección, por tanto, señala solamente, por oposición a “la perdición” que el encuentro de esa vida con la muerte física se resuelve en la victoria de la vida (8,51).

El episodio de Lázaro escenifica los dichos de Jesús: la comunidad de discípulos de mentalidad tradicional judía no ha percibido el alcance del amor de Dios, quien, por medio de Jesús, da al hombre vida definitiva. Han colocado a Lázaro en el sepulcro de los muertos, separándolo con la losa del mundo de los vivos (11,38.41). Jesús los lleva a la plena fe (11,40). Quitan la losa, desatan al muerto y lo dejan marcharse a la casa del Padre (11,44). Han comprendido la continuidad de la vida a través de la muerte. En la cena de Betania (12,1-3), Lázaro es figura representativa de la comunidad en cuanto ésta posee vida definitiva que supera de la muerte (la comunidad de “los resucitados de la muerte”) y es objeto de persecución por parte de los sumos sacerdotes (12,9s).

La resurrección de Jesús se formula dos veces como “levantarse de la muerte/de entre los muertos” (2,22;21,14; 2,20) y una vez como “resucitar de la muerte” (20,9). La primera formulación significa que Jesús ha dejado atrás la última debilidad de “la carne”, la muerte física, para entrar en el estadio definitivo de su humanidad individual. La segunda significa la permanencia de la vida después de la muerte e indica que Jesús es el primero en cruzar esa frontera; así lo simboliza “el sepulcro nuevo, donde nadie había sido puesto todavía” (19,41).
Jesús resucitado se hace presente en medio del grupo de discípulos (20,19). Habla a los suyos y les muestra sus manos y su costado (20,20). Son signos de identificación: es el mismo Jesús que ha muerto en la cruz; se subraya con ellos, por una parte, la continuidad de la vida individual; por otra, que su nueva realidad no deja de ser condición humana. “Las manos” significan su potencia (3,34; 13,3); “el costado”, su amor.

El descubrimiento del sepulcro vacío pone en movimiento a los discípulos (Mt 28,1-10). El anuncio se hace por medio de un ángel (Mt 28,5s), de un joven, figura de Jesús mismo (Mc 16,6), de dos hombres, figuras de Moisés y Elías (Lc 24,5s).

Apariciones: a las mujeres (Mt 28,9s ), a dos discípulos (Lc 24,23-35); a los discípulos en Jerusalén (Lc 24,36-43); (Jn 20,19-29), en Galilea a siete discípulos junto al lago (Jn 21,1-14), a los Once en un monte (Mt 28,16-20; 1 Cor 15,3-8). Misión (Mt 28,19s; Mc 16,7; Lc 24,46-48; Jn 20,21-23; Hch 1,8). Ascensión (Lc 24,50s; Hch 1,9).

La Resurrección de Jesús es causa de nuestra rehabilitación (Rom 4,25) y salvación (5,10), de nueva vida (6,4), de esperanza en la propia resurrección (8,11), fundamento de la fe (1 Cor 15,16s).

Pablo trata largamente de la resurrección en 1 Cor 15,1-58. Expone testimonios sobre la resurrección de Jesús (15,1-11). Afirma que ésta es la garantía de los cristianos (15,12-34). Con diversas comparaciones e imágenes describe la condición de los resucitados y prueba por la Escritura la victoria sobre la muerte (15,35-58).

MUERTE

MUERTE.

“Muerte” gr.(Thánatos) denota en primer lugar la muerte física como hecho objetivo comprobable (Mt 10,21; 15,4 etc; Jn 11,3; 12,33; 18,32; 21,19); también la muerte como experiencia subjetiva (Jn 8,51s; 11,4). Pero, además, significa una condición de muerte (Mt 4,16, Is 9,1; Lc1,79; 1 Jn 3,14), que, según Jn, procede de la opción por el pecado (5,24); ésta priva al hombre de la experiencia de plenitud y lo condena a la muerte definitiva (5,21.24.25).
“Morir” (gr apothnéskô) denota de suyo la muerte física (Mc 12,20-22; Jn 8,52s; 11,14.16,21, etc), connotando a veces la muerte defnitiva (Jn 6,49.58; 8,21.23) o refiriéndose a la muerte experiencia (Jn 11,26).
En Jn “perecer” (gr. Apóllymai) denota la muerte definitiva, opuesta a la resurrección. EL que vive en estado de muerte, al morir físicamente, perece; por el contrario, el que tiene la vida (gr. Zôê), al morir sigue viviendo (gr zâô), se levanta de la muerte (gr. Egeíromai), resucita (gr. Anístamai/anástasis).
El estado de muerte (Ez 37,1-14) está tipificado en Jn en el inválido de la piscina (5,1s), donde se escenifica cómo Jesús quita “el pecado del mundo) (3,29), la opción por un sistema que priva de vida y frustra el designio creador. Jesús lo quita ofreciendo al hombre la intregridad y la libertad, el Espíritu (5,21; 6,63).
La muerte física pone en evidencia la debilidad (gr. Asthéneia) radical de “la carne”, su transitoriedad. En sí misma es un acontecimiento normal para el hombre, pero la calidad de la muerte difiere según éste posea o no la vida definitiva (el Espíritu). Para quien la posee, la muerte no es una experiencia de destrucción (8,51; 11,26); superada por la potencia de la vida, se convierte en resurrección. Por el contrario, para el que participa del pecado del mundo, la muerte física señala el fin de la existencia (3,16: “Y no perezca”; 6,69: opos. Entre “perecer” y “resucitar”).
Jesús acepta la muerte libremente; entrega su vida, pero así la recobra (10,17s). “Entregar la vida” es un símbolo del continuo don de sí por amor; su última y suprema expresión será la aceptación de la muerte para mostrar que el amor no se detiene ni siquiera ante el odio mortal de los enemigos (19, 28-30). El amor del discípulo ha de mostrarse, como el de Jesús, en el don total (13,34s). El deseo de esquivar la muerte produce esterilidad y lleva a perderse (12,24s).
Pablo, como Juan, conecta pecado y muerte, que no significa la muerte física, sino la definitiva (Rom 5,12.14.17.21; 6,23; 7,13); liberación de la muerte (8,2); será vencida como último enemigo ( 1 Cor 15,26.54-56); liberación de la muerte, fruto de la muerte de Jesús (Heb 2,14; 5,7).
En el Apocalipsis se distingue entre la muerte física y la “muerte segunda” (2,11; 20,6.14; 21,8), que significa la aniquilación (20,14; 21,4).

VIDA.

VIDA.

No existe en Mt, Lc y Jn un término abstracto para designar la vida física. El gr. Psykhê es un concreto que denota al individuo humano en cuanto vivo y consciente; de ahí que a menudo equivalga en el uso al pronombre reflexivo (Mc 8,35; Jn 10, 11.15.17.24; 12,25.27; 13,37s; 15,13).
La psykhê aparece como objeto de entrega, significando que el hombre se entrega o entrega la propia vida (Mc 10,45; Jn 10,11.15.17; 15,13). Todo discípulo ha de estar dispuesto a arriesgar la propia vida en medio del mundo hostil, así se conserva él mismo para una vida definitiva (=salvación, Mc 8,35; Mt 10,39; Jn 12,25).
Paradójicamente, la entrega de sí mismo hace que el hombre se recobre con una nueva calidad de vida (Jn 10,17; 12,25). La entrega, que es total, no es un acto único y final, se realiza en cada circunstancia (Jn 10,11.15ss: “me entrego”, presente). “Entregarse” o “morir” (Jn 12,24) significan el don total de sí a que lleva continuamente la exigencia del amor (el Espíritu); la experiencia de “recobrar la vida” se verifica también en cada ocasión; al entregarse, el hombre vuelve a encontrarse con su nueva identidad de hijo de Dios: la entrega propia del amor gratuito lo hace semejante al Padre
La capacidad de entregarse o entregar la propia vida supone ser dueño de ella (10,18), lo mismo en Jesús que en el discípulo. La entrega es condición para el fruto (Jn 12,24).
En Mt, Mc y Jn, el término gr. Zôê significa no simplemente “vida” sino “vida definitiva” (Mt 19,16s), no sujeta a la muerte, lleve o no el adjetivo (Mt7,14; 18,8s; 19,29; 25,46). En Lc, si no va calificado, significa la existencia terrena (12,15; 16,25; “vida definitiva” en 10,25; 18,18). “Vida definitiva” = Salvación, Reino, etapa final del Reino. EL judío la obtiene practicando el amor al prójimo (Mt 19,16-19); lo mismo el pagano (25,34-36; Lc 10,15-28).
a) El Espíritu, la fuerza de amor del Padre, comunica vida definitiva (Jn 6,63; 4,14; 7,37-39); es el nuevo principio vital que el Padre infunde por medio de Jesús (5,21; 19,30; 20,22; 19,34). ( Espíritu sinónimo de Amor). Recibir la vida definitiva equivale a un nuevo nacimiento (3,3.5.6), a “nacer de Dios” (1,13).
b) La condición para recibir la vida y poseerla es la adhesión a Jesús en su calidad de Hombre levantado en alto, es decir, de hombre que da su vida para salvar a los hombres de la muerte (3,14s), y de Hijo único de Dios, el don que prueba el amor de Dios a la humanidad (3,16). En otras palabras, la condición es reconocer el amor de Dios expresado en la muerte de Jesús y, viendo en él el modelo de Hombre, tomar ese amor por norma de la propia vida (13,34).
c) Para el hombre, la única luz o verdad es la vida misma (Jn ,1,4), el esplendor de la vida. Se deduce que Jesús no viene a revelar una verdad independiente de la vida; revela la verdad comunicando vida, cuya experiencia y evidencia constituyen la verdad.
d) La vida definitiva es aquella que, por su calidad, supera la muerte física (8,51). Al hacer suyo el mensaje de Jesús, el hombre pasa de la muerte a la vida (5,24). Este paso explica que quien ha recibido la vida por la adhesión a Jesús no esté sujeto a juicio (3,18; 5,24). La permanencia de la vida a través de la muerte es lo que se llama “resurrección” (11,25s).

AMAR, ODIAR Y OTROS CONTRARIOS

“AMAR, ODIAR” Y OTROS CONTRARIOS
Otro semitismo extraño a nuestra lengua es el uso de contrarios o, lo que es lo mismo, de extremos opuestos, para expresar simplemente una comparación de superioridad.
Así, en Gn 1,16: “e hizo Dios dos lumbreras grandes, la lumbrera grande,… la pequeña…”, es decir, “la mayor” y “la menor”.
De modo parecido, cuando los verbos “amar” y “odiar” se oponen uno a otro, significan “amar más”, “amar menos”, o bien “preferir”, “posponer”. Así en Lc 14,26: “Si uno quiere venirse conmigo y no odia a su padre y a su madre “, es decir, “y no ama menos [que a mí]” o, de otro modo, “y no me prefiere a su padre, etc”, como lo ha interpretado Mt 10,37s: “El que quiere a su padre más que a mí, no es digno de mí”; Rom 9,13: “A Jacob amé, más a Esaú odié” significa “amé a Jacob más que a Esaú”.
Un caso parecido es el de Mt 22,14, que, en contradicción con lo narrado en la parábola, donde solamente uno de los comensales es rechazado, suele traducirse: “muchos son llamados, pocos escogidos”, mientras el sentido, atendiendo al modismo semítico, es: “hay más llamados que escogidos” o “son más los llamados que los escogidos”.
El mismo modo de expresión puede descubrirse en otras frases, como, por ejemplo, en Mc 10,17s. En este pasaje, un hombre rico llama a Jesús “maestro bueno”, es decir, “maestro insigne”, pues no se refiere a su bondad personal, sino a su excelencia como maestro, por la que espera que le resuelve su duda; de modo parecido se dice en español “un buen carpintero” para señalar la habilidad y competencia en el oficio. A este cumplido, Jesús responde: “¿Por qué me llamas insigne? Nadie es insigne más que uno, Dios.” La negativa absoluta por parte de Jesús de su competencia como maestro es imposible; por eso hay que considerar la frase como un semitismo y traducir: “Insigne como Dios, ninguno”, o de modo semejante.

viernes, 6 de febrero de 2009

ALMA (VIDA)

ALMA (VIDA)
La palabra española “alma”, tan común en el habla, ha adquirido un sentido muy diferente del que tenían sus correspondientes hebreo y griego. Por eso es importante aclarar su sentido en estas lenguas, para no proyectar en los textos bíblicos nuestro modo de concebir, interpretándolos de manera equivocada.
La palabra griega psykhê, que a menudo se traduce por “alma”, corresponde a la hebrea nefesh, que en el AT tiene dos sentidos principales:
a) “Lo vivo en el hombre” en el sentido más amplio, “la vida” como concreto (Éx 21,23: “cuanto haya lesiones, las pagarás: vida por vida, ojo por ojo, etc.”).
b) “La persona”, hasta el punto de poder equivaler a “yo mismo” o “tú mismo” (1 Sm 18,1: “Jonatán se encariñó con David, lo quiso como a sí mismo [el alma de Jonatán se enlazó con el alma de David, y Jonatán lo quiso como a su propia alma]”; cf Gn 2,7).
No se concibe un “alma” separada del cuerpo ni un alma que se separa del cuerpo con la muerte; de hecho, se puede hablar de una persona muerta como del alma de esa persona y significar la persona muerta en su corporeidad (Nm 6,6: “No se acercará a ningún cadáver [a alma muerta]”).
Dado el sentido del español “alma”, que se concibe como independiente del cuerpo y separable de él, se ve la poca exactitud de los que, dejándose llevar por el latín (anima), traducen nefesh por “alma”. Esto resalta particularmente en los salmos, produciéndose un espiritualismo contrario al sentido del texto. Véanse las siguientes frases en dos traducciones paralelas; la segunda traduce la palabra psykhê según su significado en el contexto:
“Mi alma se gloría en el Señor” / “yo me enorgullezco del Señor” (Sal 34,3);
“Dios rescatará mi alma del poder del sheol” / “a mí Dios me saca de las garras del Abismo” (49,16);
“Mi alma está saciada de males” / “mi ánimo está colmado de desdichas” (88,4); el “alma” significa la persona;
“Toda comida aborrecía su alma” / “aborrecían todos los manjares” (107,18);
En algunos casos, nefesh conserva su sentido más primitivo: el de “garganta” o tubo digestivo, aunque a veces con valor figurado:
“Mi alma tiene sed de ti” / “mi garganta tiene sed de ti” (Sal 63,2);
“Subían a los cielos, bajaban al abismo (por el movimiento de la nave), su alma se removía en el mal” / “subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo [el mal del mar]” (106,26).
En los evangelios, psykhê es la vida misma, como aparece claramente en Mc 8,35 par.: “el que quiera poner a salvo su vida (psykhê), la perderá; el que pierde su vida por causa mía… la pondrá a salvo”; lo mismo en Mc 10,45: “para entregar su vida en rescate por todos”, y en Jn 10,11: “El pastor modelo entrega su vida por sus ovejas”, o 12,25: “Tener apego a la propia vida es destruirse”; de modo parecido, en la bravata de Pedro, Jn 13,37: “Daré mi vida por ti.”
De hecho, no existe en Mateo, Marcos y Juan un término abstracto para designar la vida física. El gr. psykhê es un concreto que denota al individuo humano en cuanto vivo y consciente; de ahí que a menudo equivalga en el uso al pronombre reflexivo y los mismos ejemplos anteriores admitan una traducción en este sentido, como en Mc 8,35 par.: “el que quiera ponerse a salvo, se perderá”; Jn 10,11: “El pastor modelo se entrega él mismo por las ovejas”.
El NT no enseña la inmortalidad del alma. Ésta no es la parte real y valiosa del hombre ni su elemento eterno y permanente; la inmortalidad es un atributo exclusivo de Dios (cf. 1 Tim 6,15s: “Dios bienaventurado y único soberano…, único que posee la inmortalidad”), que él comunica al hombre con el don del Espíritu (Jn 3,16: “la vida definitiva”).

ESPÍRITU

ESPÍRITU.
Tan acostumbrados estamos al significado de la palabra “espíritu” (gr. pneuma) como opuesto a “materia” y connotando alfo fuera de este mundo, que sorprende saber que, tanto en griego como en hebreo, el término “espíritu” (de “espirar”, “soplar”) significa primariamente “viento” o “aliento”; “viento” implica “fuerza”; “aliento”, “interioridad vital”; secundariamente designa realidades no perceptibles por los sentidos.
En el AT, el término hebreo rûah denota con frecuencia el viento, que, siendo intangible, tiene a Dios por causa inmediata (Gn 8,1: “Dios hizo soplar el viento sobre la tierra”; Am 4,13: “Él creó el viento”). Otras veces designa el “aliento” o “hálito” de Dios, su vida, que es su “espíritu” (Is 44,3: “Voy a derramar agua sobre el sediento…, voy a derramar mi aliento/espíritu sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos”). En muchos casos denota el aliento del hombre o de los animales (Ez 37,8.10; Eclo 3,19.21, etc.). El “espíritu” expresa la fuerza vital del individuo (Jue 15,19: “Sansón bebió, recuperó las fuerzas [volvió su espíritu] y revivió”).
Mientras el “corazón” denota los objetivos de un hombre, sus resoluciones, su valor, el “espíritu”, en cambio, denota la dirección en la que fluye la vitalidad del hombre, la actividad que sale de su interior y expresa su ser. Nunca se usa “espíritu” en el AT para significar la cualidad del hombre que lo pone por encima de los animales.
La fuerza/espíritu de Dios puede irrumpir en un hombre (Jue 14,6: “El espíritu del Señor invadió a Sansón, que descuartizó al león como quien descuartiza a un cabrito”; 1 Sm 16,13: “En aquel momento invadió a David el espíritu del Señor, etc.), entrar en él (Ez 2,2: “Penetró en mí el espíritu mientras me estaba hablando y me levantó en pie”, etc.), bajar sobre él (Is 11,2: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor”). Todo esto indica la poderosa acción de Dios sobre un hombre, capacitándolo para hechos extraordinarios.
Bajo el influjo de la cosmología persa, los textos de Qumran desarrollaron la teoría de los ángeles o espíritus, uno de “rectitud” o “luz”, el otro de “iniquidad” o “tinieblas”, enzarzados en perpetuo conflicto en este mundo.
En general, puede decirse que “espíritu”, en todas sus acepciones, es siempre “fuerza”. En los evangelios puede denotar el espíritu del hombre, el Espíritu de Dios o un espíritu impuro/inmundo.
a) En el lenguaje de los evangelistas, el espíritu del hombre no es sinónimo de “alma”. Por oposición a “corazón”, que denota la interioridad estable o permanente del hombre (convicciones o ideología, actitudes o disposiciones, amores u odios), “espíritu” denota la misma interioridad en cuanto dinámica, es decir, en cuanto se manifiesta al exterior con actos puntuales (acto de conocimiento o de voluntad, expresión de sentimiento). Así, “conocer con su espíritu” (Mc 2,8) significa “intuir”; “los pobres por el espíritu” (Mt 5,3) son “los pobres por propia decisión”; “suspirar por el espíritu” (Mc 8,12) equivale a expresar un sentimiento de pena, dar un profundo suspiro.
b) El Espíritu Santo o Espíritu de Dios es, por tanto, la fuerza vital de Dios, que, por ser amor, comunica amor y produce vida. Los símbolos del Espíritu, “el agua”, “el perfume”, “el vino” son términos que iremos trabajando en artículos posteriores.
c) El espíritu inmundo/impuro es también una fuerza, en este caso maléfica, y representa una ideología destructora. Punto ya desarrollado con anterioridad.

CORAZÓN

CORAZÓN.
El término “corazón” (gr. kardía), aunque de uso corriente en nuestra lengua y rico en sentidos figurados, tiene en la lengua del NT una gama de significados mucho más amplia.
Los sentidos figurados del término “corazón” son frecuentes en la literatura clásica. Además de ser considerado centro del cuerpo y de la vida física, se pensaba que el corazón era la sede de las emociones y sentimientos, de los instintos y pasiones.
En el AT, “corazón” (hebr. Leb, lebab) puede significar:
a) Como órgano corporal, la sede de la fuerza y de la vida física (Sal 38,11: “Siento palpitar mi corazón, me abandonan las fuerzas”; Is 1,5: “El corazón está agotado”); cuando el corazón se vigoriza por el alimento, el hombre entero revive (Gn 18,5: “Traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas [para que vuestro corazón se fortalezca] antes de seguir”; Jue 19,5: “El padre de la chica le dijo: “Coge fuerzas, prueba un bocado [fortalece tu corazón con un pedazo de pan] y luego os vais”; 1 Re 21,7: “A comer, que te sentará bien [come pan, que se alegre tu corazón]”).
b) En sentido figurado, el “corazón” representa la vida intelectual y espiritual, la naturaleza interna del hombre. A él pertenecen, por tanto, en primer lugar, el conocimiento, las convicciones, la comprensión, la reflexión, que nosotros situamos en “la mente”; pero además es el lugar de las actitudes, y en él se fraguan las decisiones y la opción, que para nosotros se sitúan en el terreno de la “voluntad”; por último, en él anidan los miedos, el amor y el odio, es decir, los “sentimientos”, en un sentido más cercano al nuestro. “El corazón” resume el mundo interior del hombre, en cuanto éste se considera permanente, duradero o estable.

“Corazón”, sin embargo, significa menos una función particular que la totalidad de la
persona vista en su realidad interior, la personalidad como un todo, el carácter, la disposición y actividad interna consciente y deliberada del yo humano. De ahí que “lo que sale del corazón” sea responsabilidad del hombre total.
En el Nuevo Testamento persisten los significados del Antiguo. Ordinariamente denota la interioridad del hombre en cuanto estable o continuada; por eso se atribuyen al “corazón”, en su aspecto de “mente”, las convicciones o la ideología; en su aspecto de “voluntad”, las actitudes y disposiciones; en su aspecto de sentimiento, los amores y los odios.
Esto explica que la expresión “de corazón”, acompañando a otra palabra, sirva para interiorizar el concepto expresado por ésta. Se habla así de “los puros/limpios de corazón” (Mt 5,8), o “puros en su interior” (por oposición a la pureza externa procurada con ritos), aquellos cuya disposición habitual excluye la búsqueda del propio interés, con perjuicio de los demás. “Humilde de corazón” (Mt 11,19) significa simplemente “humilde”; la adicción “de corazón” da a la humildad el sentido psicológico de disposición interior (“humilde dentro”, “de ánimo humilde”), pues, de lo contrario, “humilde” tendría sentido social (exterior) y significaría la pertenencia a “la clase humilde”.
“Lo que sale del corazón” es “lo que sale de dentro” (Mt 15,18s par.); “decir en su corazón” es simplemente “decirse” a uno mismo (Mt 24,48); “razonar en el corazón” (Mc 2,8) es “razonar en su interior”, sin expresarlo en voz alta. “En el corazón”, es decir en lo interior del hombre, se asienta la paz (Flp 4,7). En Mt 13,15, cita de Is 6,10, “el corazón” significa “la mente”: “está embotada la mente de este pueblo; … para … no entender con la mente”. La “dureza” del corazón (Mc 3,5; 6,52; 8,17) significa la obcecación de la mente.