sábado, 11 de abril de 2009

LA NUBE.

LA NUBE.
La conexión de la nube con lo divino hunde sus raíces en el animismo primitivo, pero se consolida porque de ella depende de la vida del hombre: de la nube procede la lluvia, viene el rayo, cae el granizo, se desata el diluvio destructor. Sobre todo los nubarrones, que sumergen la tierra en las tinieblas, tienen un efecto sobrecogedor.
En el AT, el símbolo de la nube se utiliza ampliamente: ya en el canto de Débora la aparición de Yahvé se presenta como una tempestad (Jue 5,4s); lo mismo en Sal 18. Yahvé aparece en las nubes (Ez 1,14); la nube es la orla de su manto que llena el templo (1 Re 8,10s; Ez 10,3s); la nube es su carro (Is 19,1; Sal 104,3).
Dios se manifiesta veladamente en la nube (cf. Gn 9,13ss). Esa clase de manifestación es uno de los rasgos característicos de la historia del éxodo: “La columna de nube” sirve para indicar el camino (Éx 13,21s), y en el momento del paso del mar se interpone entre Israel y el enemigo, para proteger al pueblo y aterrorizar al perseguidor (Éx 14,19ss). Acompaña a los israelitas durante todo el viaje por el desierto (Núm 14,14) y, a cada revelación particular, desciende sobre la tienda de la reunión (Éx 33,9s).
En el monte Sinaí, la nube oscura posada sobre la cima, y recorrida por relámpagos o asociada al fuego, hace visible, escondiéndola al mismo tiempo, la presencia de Yahvé. En Is 4,5, se promete la misma presencia para el tiempo final.
En los evangelios aparece la nube como símbolo de la presencia de Dios en la escena de la transfiguración, donde cumbre con su sombra (Mc 9,7par.). No quiere decir el texto que la nube proyecte su sombra sobre los que se encuentran fuera de ella, sino que ella envuelve a Dios y a lo que le pertenece, en este caso a Jesús. Los discípulos se encuentran fuera de ella, puesto que los tres sinópticos dicen que la voz celeste se dirige a ellos “desde la nube”. En Lc 9,34, los discípulos se asustan cuando Jesús y los que están con él entran en la nube. Mt 17,5 dice que la nube era “luminosa”, expresando así el aspecto sereno del encuentro con Dios, típico del NT, aunque la presencia divina asusta a los discípulos (Mt 17,6).
“Llegar entre nubes” (Mc 13,26 par.), “entre las nubes del cielo” (14,62 par.; cf. Dn 7,13), significa una manifestación histórica del Hombre en su condición divina. En el relato de la ascensión (Hch 1,9), “ser ocultado por la nube” significa de nuevo la entrada de Jesús en la esfera divina. Como la nube solamente oculta la figura, podrá seguirla relación personal de Jesús con los discípulos.
Resumiendo, puede decirse que el uso en los evangelios del símbolo “la nube” no difiere mucho del que se hacía en las culturas circundantes, pero la referencia a Jesús le da un nuevo sentido. La nube se convierte en símbolo de la presencia del Padre.

domingo, 5 de abril de 2009

EL MONTE.

EL MONTE.
Tanto en la cultura judía como en las paganas circundantes se consideraban ciertos montes como lugares donde habitaba o se comunicaba la divinidad. Así, entre los judíos, el monte Sión era el lugar del templo, supuesto punto de contacto de Dios con el pueblo; las revelaciones de Dios a Moisés (Éx 13,3, etc.) y a éste con los ancianos (Éx 24,9-11) tuvieron lugar en el monte Sinaí. De ahí que “el monte” adquiriera un significado teológico. También los cultos paganos se practicaban en montes o alturas, como consta por las denuncias de los profetas (Cf Is 65,7; Jr 3,6.23; OS 4,13). En el AT, “el monte” o “la montaña” dan el sentido de la proximidad de Dios y son el lugar que Dios elige para manifestarse o desde donde despliega su actividad.
En la misma línea, cuando los evangelistas mencionan “el monte”, determinado, pero sin nombre ni localización precisa, no pretenden hablar tanto de un monte real cuanto del lugar de la presencia y acción divinas. Sin embargo, hay que distinguir entre el simbolismo del “cielo” (en Mc, “los cielos”, forma plural y articulada) y el del monte: “El cielo” designa la morada de Dios, es decir, simboliza la excelencia e invisibilidad de la esfera divina y, de ahí, la trascendencia de Dios.
“El monte”, figura terrena, cuando está en relación con Jesús, denota la esfera divina en contacto con la historia humana. Se descubre a menudo la oposición a los dos montes peculiares del judaísmo: el monte Sión, lugar del templo, y el monte Sinaí, lugar de la promulgación de la Ley y de la constitución del pueblo.
Por eso en “el monte” se realizan acciones de gran significado, que están en conexión con la esfera divina. En Mt 5, 1s, Jesús, que va a promulgar el código de la nueva alianza, sube al monte como Moisés al Sinaí y habla desde el monte como hizo allí Dios. Se tiene, pues, la figura del Hombre-Dios que promulga su propia alianza (cf. Mt 26,28: “ésta es la sangre de la alianza mía”). Pero, en oposición a la del Sinaí, esta alianza está destinada a toda la humanidad.
En Mc 3,13 (par. Lc 6,12), Jesús sube al monte para constituir el nuevo Israel, representado por los Doce, en paralelo con la formación del antiguo pueblo en el monte Sinaí. Como en Mt 5,1s, la subida al monte como Moisés y la actuación desde el monte con autoridad divina, dibujan en Mc 3,13ss la figura del Hombre-Dios.
En Jn 6,3, una vez “atravesado el mar” (6,1), figura del éxodo y de la liberación de la opresión de Egipto, en ocasión de la Pascua de los judíos (6,4). Jesús sube al monte y se queda sentado allí: va a proponer su alternativa, el principio fundacional de la nueva humanidad: la solidaridad por el amor. Los discípulos están en el monte con Jesús: la esfera de Dios está abierta. Después del reparto de los panes, cuando se proponen hacerlo rey, Jesús sube de nuevo al monte, solo (6,15). Se notará el paralelo con Moisés; con motivo de la alianza, éste subió al monte dos veces: la primera vez, aunque llegó él solo a la presencia de Dios, subió acompañado por los notables (Éx 24,1-2.9.12); la segunda, después de la idolatría del becerro de oro, subió solo (Éx 34,3).
Un caso semejante se verifica en Mc 6,46 y Mt 14,23, donde Jesús, ante la incomprensión de los discípulos en el episodio de los panes (cf. Mc 6,52), sube al monte a orar.
En Mc 9,3 par., la excelencia e importancia de la revelación a los discípulos que va a verificarse explican la denominación “un monte alto” para el de la transfiguración. En Mt 28,16, el encargo de la misión universal se hace también en “el monte”, situado en Galilea, tierra fronteriza con el mundo pagano.
La denominación “el monte de los Olivos” (Mc 11,1; 13,3; 14,26) es restrictiva; su conexión particular con Jerusalén muestra que, en este caso, el contacto de la esfera divina con la humana concierne solamente a Israel (cf. Zac 14,4) y, en particular, al templo (Mc 13,3: “Mientras estaba él sentado en el monte de los Olivos, enfrente del templo”).
Marcos distingue “el monte” y “el monte de los Olivos”, ambos en relación con Jesús, de otros “montes”: los de Gerasa (5,5.11), el de Jerusalén (11,23). Los de Gerasa podrían aludir a un culto pagano, y el plural “montes”, a una pluralidad de dioses; el de 11,23, “el monte ese”, designa el monte del templo, es decir, la institución judía en cuanto teocrática, aunque hubiese perdido todo derecho a asumir tal carácter.
El “monte altísimo” de la tercera tentación de Jesús (Mt 4,8) indica la soberbia del poder (Satanás), que pide el homenaje de Jesús, arrogándose la suprema condición divina.
El origen de estos símbolos, el cielo y el monte, se encuentra en la asociación instintiva de la excelencia con la altura.

EL CIELO.

EL CIELO.
El cielo designa en primer lugar el firmamento, la bóveda celeste que domina la tierra y que al mismo tiempo lo abarca todo. Para los griegos, el cielo era la morada de los dioses, y se localizaba en el Olimpo, monte de las tempestades.
En el AT se consideraba el cielo (hebr. Shamayîm) como una entidad material y sólida: el cielo es desplegado (Is 40,42; 44,24; 45,12; Sal 104,2, etc.), tiene “compuertas” (Gn 7,11; 2 Re 7,2.19), columnas (Job 26,11) y cimientos (2 Sm 22,8), lo que demuestra que era equivalente de “firmamento” (hebr. Raqîa). Éste indicaba la enorme cúpula luminosa del cielo sobre la cual estaba el océano celeste (Sal 148, 4-6), cuyo azul se veía desde la tierra. De él procedía la lluvia benéfica o el diluvio destructor.
Según el AT, el cielo fue creado por Yahvé. La mayor parte de las menciones del cielo con contenido teológico hablan de él como la habitación de Yahvé, aunque no la única, pues se habla también del templo (1 Re 8,12; 2 Re 19,14), del arca de la alianza o de otros lugares sagrados, aunque hay que distinguir en cada caso si se trata del lugar de habitación o de manifestación. Sin embargo, domina la imagen de Yahvé como rey que tiene su trono en el cielo, desde donde gobierna el mundo y donde recibe un culto celeste (Gn 11, 5.7; 19,24; 24,3.7; Dt 4,36; 26,15; IS 63,19; Ez 1,1; Sal 113,5s).
El cielo, considerado el lugar especial de la presencia de Yahvé, se representa como fuente de toda bendición (Gn 49, 2.5; Dt 33,13), sede de la vida eterna, inaccesible al hombre, y lugar en el que la salvación preparada por Dios existe ya antes de su realización en la tierra (Sal 89,3; Is 34,5); de ahí que algunos personajes sean arrebatados al cielo (2 Re 2,11). Pero en el AT no conoce el cielo como lugar de los salvados después de la muerte.
El modo de hablar del NT responde a la concepción común de la época de considerar el cielo/firmamento como una cúpula sólida o como una tienda. Como para el judaísmo y el helenismo, la divinidad está “en lo alto” y actúa “desde lo alto”. Se considera el cielo como el ámbito de Dios y se usa como sinónimo de él (cf. Mt: “el reino de los cielos”).
Pero, en realidad, “el cielo” como lugar pasa a ser símbolo. Así, aunque en los evangelios se habla de “los cielos” (el plural es un semitismo) como lugar de Dios, como se ve en la expresión “el Padre que [está] en los cielos” (Mt 5, 16), se habla al miso tiempo “del Padre que está en lo escondido”, quiere decir que esas localizaciones son maneras de expresar aspectos del ser divino: la lejanía e inaccesibilidad del “cielo” simboliza la trascendencia o excelencia de Dios, mientras “estar en lo escondido” significa su cercanía e invisibilidad. En los evangelios, “el cielo” no es, por tanto, la designación de un lugar, sino la indicación dinámica de un punto de partida, la esfera divina.
En la literatura rabínica, “el cielo” sustituye al nombre divino. Este uso se encuentra también en ciertas frases de los evangelios (Lc 15,18.21; Mc 10,21; 11,30 par.; Mt 6,20 par.; 5,12 par.; Lc 10,20 par.) y en la común en Mateo: “el reino de los cielos” (Mt 3,2; 5,3, etc.). La razón de esta paráfrasis parece ser que la acción de Dios como rey, que instaura el reino, se entiende como una realeza que actúa desde el cielo o esfera divina. Al lado, sin embargo, se encuentra en el mismo evangelio la expresión “el reino de Dios” (Mt 12,28; 21,31.43); en el NT no hay ningún recato en pronunciar directamente el nombre divino.