domingo, 24 de mayo de 2009

LA BODA, EL ESPOSO.

LA BODA, EL ESPOSO.
En el AT, la relación de Dios con el pueblo, presentada al principio en clave jurídica como alianza o pacto bilateral (Éx 19 y 24; ºf. Dt 29 y 30; Jos 24), se expresó en los profetas con el símbolo conyugal, concibiendo la relación entre Dios y el pueblo como mutuo amor y fidelidad (Is 49, 14-26; 54; 62; Jr 2; Ez 16). Por otra parte, el fracaso de la alianza/boda llevó a la idea de una nueva alianza definitiva (Jr 31,31-34; 33,14-22; Ez 36,20-32).
Proyectando al pasado la formulación de los profetas, en la literatura rabínica se celebra el pacto del Sinaí como los esponsales de Yahvé con Israel. El Cantar de los Cantares se interpreta viendo a Dios en la figura del esposo y a Israel en la de la esposa. También era común entre los rabínicos la expectación de que en los días del Mesías se renovase definitivamente el pacto entre Dios y el pueblo y tuviese lugar el verdadero banquete de boda.
Nada tiene, pues, de extraño que los evangelistas utilicen el símbolo de la boda y las figuras del esposo y la esposa para describir la nueva relación que, a través de su persona, establece Jesús entre los hombres y Dios. Tanto la nueva comunidad en la historia (Mt 22,1-14 par.) como la realidad del mundo futuro (Mt 25,1-13) se describen como un banquete de boda.
La función divina de Esposo se atribuye al Mesías, Jesús, como en Mc 2,19: “¿Es que pueden ayunar los amigos del novio/esposo mientras el novio está con ellos?” De modo parecido, en Jn 3,29, donde Juan Bautista se refiere a la afluencia de pueblo a Jesús: “El que se lleva a la esposa es el esposo” (cf. Mt 9,14-17; Lc 5,33-39). En relación con su papel de esposo está la designación de Jesús como “varón/hombre adulto” (Jn 1,30).
También la expresión “quitar la sandalia” (Mc 1,7 par.; Jn 1,27), usada por Juan Bautista, está basada en los usos matrimoniales judíos. Cuando un hombre moría sin hijos, hecho considerado como afrentoso, el pariente más próximo debía tomar a la viuda por esposa para dar hijos al difunto; en caso de no hacerlo, la mujer misma o cualquier otro pariente podía quitarle el derecho, usando el gesto simbólico de “quitarle la sandalia”. Con su dicho (Mc 1,7: “yo no soy quién para agacharme y desatarle la correa de las sandalias”), Juan Bautista reconoce que sólo Jesús tiene derecho a desempeñar el papel de esposo.
Juan Bautista expresa su alegría al escuchar la voz del Esposo (Jn 3,29: “El amigo del esposo, que se mantiene a su lado y lo oye, siente gran alegría por la voz del esposo”; cf. Jr 33,10s) y anuncia la fecundidad de la nueva alianza/boda (Jn 3,30: “A él le toca crecer, a mí menguar”).
La escena de Betania, en la que María, hermana de Lázaro, unge los pies de Jesús, es una prefiguración nupcial. La creación de la nueva comunidad (nueva Eva) en la figura de María Magdalena se hace al pie de la cruz; nace del costado de Jesús por la efusión de agua/Espíritu que sale de él, el nuevo Adán (Jn 19,34). La nueva pareja, origen de la humanidad nueva, aparece en el huerto/jardín como la pareja primordial en el Paraíso (Jn 20,11-18).
En el Evangelio de Juan, la boda de Caná es figura de la alianza antigua, a la que pertenece la madre de Jesús, pero no él ni sus discípulos (Jn 2,1s). La madre representa al pueblo fiel de la antigua alianza, como esposa de Dios. Hace notar a Jesús la falta de vino/amor (2,3), esperando que el Mesías ponga remedio a la situación. Jesús anuncia la inauguración de una nueva boda/alianza, en la que él dará el vino del amor/Espíritu (2,4).
La imagen de la esposa como símbolo de la comunidad aparece en todo su esplendor en el Apocalipsis, que reúne todas las espléndidas metáforas de las bodas mesiánicas (19,7ss); la esposa es la nueva ciudad de Dios (21,2).

domingo, 17 de mayo de 2009

EL FUEGO.

EL FUEGO.
La historia de las religiones y de las culturas muestra la gran importancia que los hombres han atribuido siempre al fuego, tanto en un sentido positivo como negativo, como dador o destructor de vida. Se le ve como una fuerza de la naturaleza que da vida al hombre, pero que es imprevisible y a la que hay que temer. Pero se le tiene también como un logro humano, encendido y mantenido por el genio del hombre.
En el mundo que circundaba al AT y al judaísmo, el culto del fuego de la religión persa fue de particular importancia. El fuego, principio de bien, era el protector del orden divino de la vida. Entre los griegos, el fuego se usaba para purificar. En la filosofía, era uno de los cuatro elementos; para Heráclito, el elemento básico del universo.
En el AT, el rayo es “el fuego de Dios” (2 Re 1,12). El fuego es medio de purificación (Lv 13,52; Nm 31,32; Is 6,6). En el culto, el fuego sacrificial se usaba para quemar ofrendas en el altar e incienso en el incensario (Lv 1,7ss; 3,5; 6,9ss; 16,12s).
Como Yahvé estaba presente en medio de su pueblo como juez que libera y castiga, el fuego que lo acompañaba se hizo expresión de dos aspectos diferentes de su actividad. En primer lugar, era señal del juicio divino (Gn 19,24; Éx 9,24; Lv 10,2; Nm 11,1; 2 Re 1,10; Am 1,4.7); en segundo lugar, del favor divino, al mostrar Dios por medio del fuego su aceptación de un sacrificio (Gn 15,17; Lv 9,23s; Jue 6,21; 1 Re 18,38, etc). Era también señal de la guía de Dios, como aparece en las columnas de fuego y de nube en el éxodo (Éx 13,22; Nm 14,14). Yahvé habló desde el fuego (Dt 4,12.15.33).
Se define a Yahvé mismo como un fuego devorador (Dt 4,24; 9,3; Is 33,14), por el celo ardiente con que vigilaba sobre la obediencia a su voluntad. También su palabra se describe como fuego que devora (Jr 23,29). Se aparece rodeado de fuego (Gn 15,17; Is 4,5; Ez 1,27). El fuego es uno de sus servidores, un instrumento suyo (1 Re 19,11s; Sal 50,3; 104,4), símbolo de la santidad de Yahvé como juez del mundo, y también de su gloria y su poder (Éx 24,17; Is 6,1-4; Ez 1,27s). Según Dn 7,10, un río de fuego sale de debajo del trono de Yahvé.
En el período después del exilio se esperaba que Yahvé aparecería para llevar la historia a su consumación, y fuego sería la señal anunciadora del día de Yahvé (Jl 2,30). Los enemigos de Yahvé serían destruidos por el fuego y la espada (Is 66,15ss; Ez 38,22; 39,6; Mal 4,1). Según Is 66,24, el fuego que destruye a los enemigos de Dios es inextinguible.
En los evangelios, el fuego aparece como un símbolo del juicio mesiánico en boca de Juan bautista, Mt 3,11 (par. Lc 3,9): “ése os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,10.12; Lc 3,16.17). En Mateo y Lucas (no en Marcos ni en Juan), Juan bautista, que sigue en las categorías del AT, piensa que el Mesías va a destruir a sus adversarios; el Espíritu Santo es el don que hará a sus partidarios; el fuego, la destrucción de sus enemigos.
Esta actitud del Bautista lo pone en relación con el profeta Elías, llamado “el profeta de fuego” (Eclo 48,1.3.9; 1 Re 19,10.14; 2 Re 1,10.12.14), bajo cuyos rasgos es decrito Juan (Mt 3,4: “iba vestido de pelo de camello, con una correa en la cintura”; cf. 2 Re 1,8). En Lucas se anuncia ese carácter de Juan antes de su concepción (1,17: “El precederá al Señor con espíritu y fuerza de Elías”).
En boca de Jesús, el fuego es símbolo de destrucción; en los pasajes que lo mencionan se usa a menudo un lenguaje arcaico, y se concibe a modo de castigo: en realidad, los evangelistas, siguiendo el estilo del AT, expresan como acción divina lo que es responsabilidad humana. Pero Jesús no aplica los dichos sobre el fuego a sus enemigos, sino a los falsos miembros de su comunidad (Mt 7,19; 13,12; 18,8s; Jn 15,16) o a los que, sin haberlo conocido, no tienen compasión de su prójimo (Mt 25,41).
Equivalente del fuego es “la gehenna”, que designaba el quemadero de basuras de Jerusalén, situado en el valle de Hinnón. En Mc 9,43.45.47, “ser arrojado al quemadero” está en oposición a “entrar en la vida” o “en el reino de Dios”; es, pues, símbolo de la muerte definitiva.
Solamente en Lucas adquiere el fuego un carácter positivo. Así en 12,49s: “Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué mas quiero si ya ha prendido!” Contra la expectación de Juan Bautista, no se trata de un fuego destructor ni de juicio, sino, teniendo en cuenta el simbolismo de Lucas, del fuego iluminador y enardecedor del Espíritu; de hecho, en Pentecostés el Espíritu se manifiesta en forma de lenguas de fuego (Hch 2,3).
El fuego concebido como juicio o castigo divino aparece cuando los hijos de Zebedeo quieren que Jesús les permita pedir que el fuego del cielo (el rayo) caiga sobre los samaritanos (Lc 9,45); como Juan Bautista, están en la línea violenta de Elías (cf. 2 Re 1,10.12).
Por eso la mención del fuego o de palabras relacionadas con él alude con frecuencia en los evangelios al espíritu violento del antiguo profeta. Así en Marcos, en el episodio de la suegra de Pedro (1,29-31), la “fiebre”, palabra que en griego es de la raíz “fuego” (pyr, pyretós), y que en el texto no es llamada enfermedad ni se dice que Jesús la cure, sino que ella se marcha (Mc 1,31: “Se la quitó [lit. “la dejó”] la fiebre”), representa el espíritu reformista violento de los círculos con que Pedro se relaciona.
En el episodio del niño epiléptico, que representa la desesperación de la multitud, el niño/multitud se siente impulsado por el espíritu inmundo (figura del fanatismo violento) a tirarse “al fuego”, es decir, a combatir a los opresores con la violencia, lo que no lo llevaría más que su propia destrucción (Mc 9,22).
En el Apocalipsis, “el lago de fuego y azufre” es el símbolo de la desaparición definitiva (cf. Ap 14,10). De hecho, a él son arrojados personajes que no son más que símbolos, como “la Fiera” (el poder del Estado perseguidor), su profeta (el cuerpo propagandístico del poder ) (Ap 19,20s), el diablo (20,10) e incluso la Muerte misma y el Abismo (20,14).

EL AGUA.

EL AGUA.
El agua, elemento indispensable para la vida, es uno de los símbolos arquetípicos. En el AT se menciona el agua potable, necesidad vital para el hombre y el ganado, pero también para la vegetación (Éx 23,25; 1 Sam 30,11s; Gn 24,11-20; Dt 11,11; 1 Re 18,41-45). Por ello, el agua se considera un don benéfico de Yahvé. En el desierto, él proveyó milagrosamente de agua, hecho que se recuerda una y otra vez (Éx 7,5s; Dt 8,15; Sal 78,15s; 74,15, etc…). En la promesa de la tierra (Nm 24,7; Dt 8,7; 11,11), es de importancia decisiva la abundancia de agua. El agua es así factor de vida. Por eso la sequía es uno de los grandes castigos (1 Re 17; Jr 14).
Pero el agua tiene un segundo aspecto, no ya vivificante, sino destructor, tanto en el ímpetu de las olas del mar como en la violencia de los torrentes o la crecida de los ríos. De ahí que Dios pueda usar el diluvio o las aguas torrenciales para aniquilar a sus adversarios (Gn 6-8; Éx 14s; Is 8,5-8). En el mundo judío, el abismo de las aguas, en particular el mar, era símbolo del reino de la muerte (Ez 26,19s; Sal 18,5s; 69,3; Jon 2,3s; Job 26,5s).
Junto con la sangre y el fuego, el agua se usaba en todo el mundo antiguo como medio de purificación. Para el tiempo final de Israel, los profetas esperaban que Dios rociase la tierra y el pueblo con un agua purificadora, que eliminaría la idolatría e infundiría un espíritu nuevo en su interior (Is 44,3; Ez 26,25ss; Zac 13,1s). El agua se convierte en un símbolo del Espíritu de Dios, que limpia y elimina el mal.
En los evangelios se conservan ambos sentidos simbólicos del agua, destructor y vivificante; de ahí la figura del doble bautismo, el de Juan y el de Jesús (Mc 1,8 par.). El verbo griego (baptizô) que traducimos por “bautizar” tiene dos significados: “sumergir/hundir” y “mojar/empapar”, según que el elemento líquido tenga contacto exterior o interior con un objeto. Si el contacto es exterior (objeto que penetra en el líquido y desaparece dentro de él), significa “sumergir”, con posible connotación de muerte (agua destructora); si el contacto es interior (líquido que penetra en el objeto y desaparece dentro de él), significa “infundir/mojar/empapar”, como la lluvia, con posible connotación de vida (agua fecundante).
El simbolismo del agua destructora es el que estaba en la base del bautismo de Juan. La desaparición del hombre bajo el agua simboliza la muerte, en este caso, la muerte a su pasado, como si éste quedase sepultado en el agua. En otro sentido, Jesús habla de su bautismo refiriéndose a su muerte y a la de sus seguidores (Mc 10,38s; Lc 12,50).
El simbolismo del agua vivificante como la lluvia se encuentra en la frase “bautizar con Espíritu Santo”, la vida divina, que ya en los profetas era simbolizada por el agua (“derramar”; Jl 3,1s; Is 44,3; Zac 12,10; “infundir”: Ez 39,29).
Asumiendo el lenguaje simbólico de los profetas, el Evangelio de Juan hace del agua el gran símbolo del Espíritu. La infusión de vida por el agua/Espíritu se compara a un nuevo nacimiento, que permite entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). El manantial de Jesús (4,6.14), del que procede el agua del Espíritu, sustituye el pozo de Jacob, figura de la Ley (4,12). El agua del Espíritu es agua viva que apaga la sed del hombre; es factor personalizante por convertirse en manantial interior que fecunda su ser (4,14).
Hay dos piscinas en el Evangelio de Juan: una en el episodio del paralítico (Jn 5,7), piscina cuya agua agitada representa la vana esperanza de curación; la segunda, en el del ciego de nacimiento (9,7), la piscina de Siloé (el Enviado), que alude a Is 8,6: “el agua de SIloé que corre mansa”, oponiéndose así a la anterior. El agua de la piscina del Enviado (Jesús) es símbolo del Espíritu. En Jn 7,37-39, el agua se identifica explícitamente con el Espíritu, que brota de Jesús traspasado en la cruz (19,34), momento de la manifestación de su gloria (7,39). También en el Apocalipsis “el agua de la vida” (21,6; 22,1.17) es símbolo del Espíritu.
En otras ocasiones, la mención del agua puede aludir al éxodo de Egipto, cuyo rasgo más característico fue el paso del Mar Rojo; el agua se convierte así en símbolo de una liberación por la violencia. Esta alusión se encuentra en el episodio del niño epiléptico (Mc 9,14-29 par.), figura del pueblo oprimido, a quien el espíritu inmundo (la ideología fanática de violencia) lleva a la destrucción incitándolo a la revuelta armada (Mc 9,22: muchas veces lo ha tirado al fuego y al agua para acabar con él”.
Un caso parecido se da en Jn 5,7, donde aparece el agua de la piscina, que periódicamente se agita (“Señor, no tengo un hombre que, cuando se agita el agua, me meta en la piscina); el uso del verbo “agitarse” (gr. tarássomai), empleado en el NT solamente para personas y en particular para designar las revueltas populares, hace ver que el pueblo oprimido, representado por el paralítico, cifraba su esperanza de salvación en la subversión política.